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^ ^ ^ ^ ^ ^ ^B Hopper viaje a Francia: esos tonos rojizos con anaranjado en un blanco oleoso, se diría pintado sobre fondo negro, como si el mundo sensible fuera un lugar de perdición en el que el pintor sólo puede aventurarse a la media luz de lámparas oscurecidas con púrpura. El mal parece un componente del ser, irreductible. El hombre que bebe, de 1905-1906, podría ser un primer Francis Bacon. Pero ésa es, en gran medida, la atmósfera de un tiempo, y también la de una sociedad. Sargent es el primero que tiene esos vagos reflejos de infierno, incluso en el niño o en la muchacha, y pinta, en cualquier caso, sobre una capa de negro, como Carolus-Duran le enseñó. Toda una burguesía, de una parte, y América, de otra, quién sabe lo que ésta debe a los valores del puritanismo, se unen en este rechazo de la cosa diurna; y ya sean unos apasionados por la alta y sutil cultura, como WiUiam Merrit Chase, o «reeilistas» y preocupados por pintar todos los aspectos de la vida, como el más lúcido Robert Henri, los profesores de la New York School of Art, que el joven Hopper frecuenta, parecen reunir a sus alumnos en algún sótano de la casa Usher, detrás de las tapicerías que agita un viento de ultratumba. Y la prueba de que ese claroscuro sólo fue, en los inicios de un gran pintor, el efecto de una enseñanza extraña a sus verdaderas necesidades, es que Hopper abandonó casi al instante de su llegada a Francia su «manera negra», para pintar en los muelles del Sena, donde brilla el agua, obras cuyo color parece liberado de cualquier mal sueño, de cualquier fantasma, y que cuentan sin duda entre las más claras, en el gran sentido de esta palabra, que mirada moderna haya producido. Manet y sus herederos rompieron sus cadenas miM por YVES BONNEFOY por la fuerza y la verdad de un arte que sabe consolidar sus valores, aun morales, en la evidencia del sol naciente o poniente, del árbol que se mueve en la luz. Pero ¿acaso puede Hopper salir totalmente de la capa de sombra primera que, incluso alrededor de su barco de adolescente en el río, hizo tan opaca la religión que afirma que Dios viene al alma sin pasar por el cuerpo ni por la naturaleza, y que hace de la sexualidad no lo que une sino lo que separa? ¿Sabrá madurar en sí mismo mejor que Georgia O'Keeffe, más o menos su contemporánea, a quien ningún sol de Nuevo México, ningún resplandor de los horizontes del desierto, logró Liberar de su horror por la carne? La cuestión merece ser planteada, ya que tal vez sea la que preocupa, en 1949, Summer in the City, y en 1959 también Excursión inte Philosophy, cuadros de una mujer o de un hombre que reflexionan, con dolor, y de un compañero que se aleja. Sin contar el célebre Girlie Show. No obstante, mucho habrá cambiado, para Hopper, en el curso de sus estancias en Europa, en el terreno en que el arte puede reconciliar con la vida, hacer que exista confianza; y tenemos que detenernos en esta primera gran experiencia que hizo de sí mismo, pues no dejará ya, a partir de entonces, de alimentarlo de luz, decidiendo de ese modo en su vida. Había llegado a Francia en 1908, en el momento en que la pintura impresionista y sus consecuencias lógicas, como fue la investigación de los fauves, reconocida desde 1905, habían vuelto a abrir en grandes páginas de colores el libro de la naturaleza. Dar el paso a las notaciones cromáticas, lo que disipa todos los saberes, todos los proyectos de relatos, permanecer fuera, en una bruma de estío o bajo la primera nieve, es también sugerir como una simbiosis entre el espíritu y la realidad natural, y es dar así una dicha, una paz posibles aún mayores cuanto que en Ile-de- France o en Normandía, donde el impresionismo surgió, la luz es suave, reduce las sombras y ayuda a combatir por ello cualquier tentación de pensar que el mal está ahí, en la vida, y que puede remontarse hasta el alma. Es precisamente esta conjunción de un arte y de una naturaleza lo que Hopper ama, de inmediato, en su aporte de inmanencia. «La luz era diferente de todo lo que había conocido», dirá. «Las sombras también eran luminosas, luz reflejada. Hasta debajo de los puentes había una especie de resplandor». Y no es una evolución, siquiera rápida, lo que entonces experimenta; es una conmoción, que sustituye a sus preocupaciones de dibujante, ya pese a todo notable, la libertad aparentemente sin límite de un colorista desde el principio extraordinario. La treintena de obras que sobreviven de las tres estancias parisinas —entre ellas el Parque de Saint-Cloud de 1907, en que, en efecto, las sombras son todavía luz— son más hermosas que cualquier cosa de Marquet, de quien Hopper recibió el impacto en la exposición de febrero, la síntesis del ser parece efectuarse sin componente ni resto de tiniebla, de lo que resulta una mirada feliz que el joven pintor extiende a aquello que no representa sino que evoca, a lápiz o a la acuarela, con simpatía —las calles, los seres que en ella encontramos, caminando despreocupados de todo, imagina— o que descubre en poemas a los que permanecerá fiel durante toda su vida. De una obrita de Verlaine, La hora extjuisita, hará su tímido sueño de epitalamio cuando quiso casarse con «MademoiseUe Jo». II La mirada de Hopper, podríamos decir, se lavó de sus sombras; a la pintura francesa y a sus parajes debe él una Confianza en la luz que fue, en un sentido, definitiva, y nos inclinamos a creer que eso provocó su advenimiento, el encuentro consigo mismo, porque a su regreso a los Estados Unidos va a persistir, resueltamente, en la nueva poética. No iue sencillo para él, sin embargo, no lo ponemos en duda, desarraigarse de Europa, al menos al término del primer viaje. el más largo, en esa edad en que el deseo de absoluto hace ^ HOPPER. SQUAM I.IGHT " ^ (1912) ICOL, PRIVADA: insoportable la ausencia de lo que se ama. Perturbador era también volver a encontrar en Nyack, en la casa familiar, los cuadros de antes de la partida, con emanaciones sulforosas. ¡Y qué choque tener que percibir el mundo antaño demasiado familiar ahora con otras costumbres de la sensibilidad y del corazón! «A mi regreso, todo me parecía terriblemente rudo, grosero», dirá. «Necesité diez años para recuperarme de Europa». Lo que tal vez más lo conmovía era que la luz se hubiese vuelto dualista, por su violencia, por la cantidad de charcos que brillaban de noche bajo las piedras. Y sin embargo, en 1912, pinta Squam Light, donde intenta volver a realizar, no sin éxito, esa síntesis luminosa de la relación de la persona consigo misma, y con el universo, que había aprendido a querer. Me detendré un momento en este cuadro, que hemos podido ver de nuevo recientemente en Hirschl y Adler, porque es una de las obras maestras de Edward Hopper, donde su deseo más profundo se revela de una manera que me parece evidente. Pero algunas observaciones son necesarias, para empezar, sobre las dos civilizaciones que el pintor conoció entonces. En Francia —y Monet o Pissarro se lo enseñaron, si hacía falta— las casas de pueblo, que son de piedra, los caminos que a su alrededor se prestan a todas las ondulaciones del suelo, y los jardines que se apiñan contra aquellas, con muros también, tan viejos como el mismo tiempo, bajo árboles cargados de frutas, todo eso es ante y sobre todo un lugar, más real que las existencias que transcurren en él, es un centro del mundo, a cada instante, que da seguridad a los que aüí viven o lo frecuentan, por lo que no hay ninguna necesidad de hacer de esas cosas, que acogen en el ser, la proyección metafórica de un sentimiento de exilio, de una angustia, como lo hizo un Munch, por ejemplo, que pone ojos en las fachadas porque éstas participan de su soledad. Una sociedad campesina, que preserva su vida en la eternidad de la piedra, disuadió durante mucho tiempo a los pintores franceses de interesarse por el expresionismo. Pero a lo largo del Hudson, o en Nueva Inglaterra, las casas son de madera ligera, se diría colocadas simplemente sobre la hierba, fácilmente desplazables, y sus colores claros a menudo recién pintados, con esos hermosos objetos que a veces tienen detrás de los cristales, en los brillantes antepechos, se oponen también, mucho más que prolongarlo, al mundo circundante. Esas bonitas casas, e igualmente esos pequeños faros de las costas próximas, que arrojan con intrepidez en la noche sus mensajes de solitarios, se encuentran, en la oposición entre vida humana y ser del mundo, del lado de la persona, esta vez, más que del de su lugar, y es fácU reconocer la manera que uno mismo tiene de existir, al borde de la naturaleza no mediatizada por esa realidad, y tanto más cuando nuestro siglo de rutas cada vez más largas y de vías férreas dirigidas a nuevas tierras ha dispersado las casas y esas ventanas brillantes por la tarde en las regiones a veces poco pobladas aún, en que cualquier idea de centro desaparece. ¿Ilusiones, esas impresiones vagas, esas inversiones fugitivas de la conciencia en las representaciones que ella forma? Pero ¿qué es un pintor sino el que une, aunque sea en su más breve percepción de un poco de azul sobre un tejado cuando el cielo se descubre, su quimera más profunda y sus sensaciones más superficiales? Y en cuanto a Hopper, era bastante melancólico, me parece, y presa con frecuencia del miedo que nace del simple sentimiento del espacio, para que el estatuto de los lugares en los Estados Unidos, esa otra virtualidad simbólica de la cosa construida en el diálogo del Yo y del gran Otro terrestre, haya sido para él una de esas sorpresas que experimentó al regreso de Europa; la prueba es que él lo exacerbó aficionándose al paseo en coche, ese modo de avanzar que ve levantarse ante sí y desaparecer para siempre en el retrovisor los rincones sin duda precarios que el éxito del automóvil contribuye, por otra parte, a multiplicar hacia el Oeste, lejos de los Concord o Litchfield o incluso Nyack de antaño. Caduca, en efecto, hacia 1910, la época de los pintores de la escuela del valle del Hudson, que iban a plantar su caballete en lugares tan desiertos que podían soñar que estaban en el Paraíso, como el Thoreau de Walden Pond. El Este americano acabó con su quietud para siempre, aventurándose en lugares donde la vida construyó su morada, pero quizá no la preservará, en todo caso próspera, y se produce entonces, cuando pasamos, ese sentimiento de desamparo, ese temor ante el simple hecho de ser que atenaza la garganta ante The House by the Railmad, de 1925, ese icono donde cualquier promesa divina se evapora. Hopper se interesó también —éste será el tema, en 1923, de una de las acuarelas que van a dar a conocerlo— en las «Mansard windows» que veía muy rectas en algunos tejados, ventanas de postigos, bajo un frontón destrozado, lo que las llena de irregularidades, es decir, de sombras inquietas, y le atraía sin duda en la medida en que lo que es «Mansard» está en América en exilio. En resumen, existencializó, diré, el habitat americano, haciendo de las casas de su obra —donde no se entra, alguien apuntó, pero eso es en mayor medida un signo de afinidad con este artista a tal punto taciturno— y de los caminos, y de las barcas en la orilla, los representantes de su propio ser, ante este mundo que dice la ausencia pero que es, no obstante, luz. Y de todo ello deriva un arte, que es el de Squam Light. Hopper, y es el comienzo de esta obra, vio esas casas, esos tejados, esas dos o tres barcas, ese faro, como aspectos de sí mismo; y al mismo tiempo percibe el color, intensificado bruscamente por un claro en el cielo, como directamente el contacto de su ser más íntimo y de la luz, y puede así amar la relación de armonía con otras cosas y la belleza que nace del encuentro de todas. Ese será el signo o quizá ya la prueba de su propio consentimiento a todos los aspectos de la vida, de su unidad reencontrada. Después el trabajo consiste en comprender esta armonía tan profundamente como sea posible, en dejar que penetre en el espíritu, donde éste no es aún sino abstracción, es decir, miedo y fantasma, en convencerse de que la materia es luz. Por su color sobre la tela que se hace exactitud e intensidad simplemente al escuchar y recomenzar la misteriosa belleza del mundo, el pintor puede realizar su propia transmutación, en suma, reunificar su ser psíquico, hacer de su angustia anterior, nacida de la duda sobre lo que es, el material donde se encienda una alegría; y Squam Light lo logró, como prueba, en la animación de las relaciones de colores, de valores, esa pequeña chimenea roja que parece un acto más que un objeto, un pensamiento más que una apariencia, tan vivo en su alegre intercambio con los tonos cercanos. Si el «pequeño trozo de muro amarillo», en Vermeer, colma la sed de absoluto, permite morir a quien lo ha amado, este pedacito de ladrillo rojo devuelve el gusto por la vida; es Hopper reconciliado, redimido. En sus cuadros parisinos, había aprendido, como hemos visto, lo que de acogedor, de liberador, puede tener la luz, pero era en lugares que no significarían nada en su existencia futura, en muelles o edificios (así Nuestra Señora o el Louvre) con los que no se sentía de verdad solidario, y su síntesis del ser, al mismo tiempo, seguía siendo un sueño; sin dejar fuera de sí mismo, decía yo, resto alguno de tinie-bla, pero, recíprocamente, sin haber alcanzado los estratos más profundos de la conciencia, los de los recuerdos de infancia, donde se estancan las sombras del Edipo. Y ahora lo vemos realmente mucho más implicado, y por eso mismo susceptible de devenir, de acceder a sí mismo, Osiris reuni-ficada por la gracia de la pintura; lo que es, en contrapartida, la mejor manera de encontrar ésta en su más rica posibilidad y de comprender en profundidad las necesidades en el momento histórico. Se advertirá, desde este punto de vista, que puede parecer que Hopper, al proyectarse en lo que podría simplemente percibir como apariencia sensible, se acerca al expresionismo, que empobrece la mirada y ha arruinado un considerable número de carreras de pintor; pero que igualmente lo trasciende, en esos paisajes, porque cada una de las cosas pintadas hace revivir su drama —que podría suscitar la multiplicación de los fantasmas— resolviéndolo en seguida en esa dicha que aquella experimenta ante su propia presencia. Experiencia de identidad de la apariencia y del ser, profundamente favorable a la pro-fundización de la pintura, que necesita que lo real simple —pero asimismo infinito— se anteponga a lo imaginario. «Todo lo que deseo», decía más o menos Hopper, «es pintar la luz en el ángulo de un muro, en un tejado». Squam Light disipa a través de esta experiencia tan intensamente vivida o al menos deseada la tentación que sus cuadros de aprendiz le mostraban que sufría, de permanecer en el espacio de las determinaciones inconscientes, entre las imágenes nocturnas de un moralismo asustado. Es una vuelta de la conciencia al aire libre del mundo, del cual el arte debe hacer su lugar. Y si la lección del impresionismo y de los fauves es así entendida, igualmente importante quizá habrá sido, en esos años del regreso, el deseo, en el pintor, de recomenzarla a despecho de las nuevas circunstancias, en ningún caso tan favorables, e incluso de aprovechar ese cielo cambiado, de las mediaciones desaparecidas, para dar paso a un voluntarismo, que sabrá obtener, tan activamente como sea necesario, la acogida del mundo sensible que Monet recibía sin dificultad; proyecto de descifrador, de pionero de una tierra virgen que esta vez es americana, específicamente, y que podría resultar de la enseñanza de Robert Henri, que Hopper resumía, diferenciándola de sus aportaciones propiamente técnicas, con las palabras de «valor» y de «energía». III Por sus dotes y sus entusiasmos de colorista, que lo mantienen tan cerca de lo que de unidad viviente posee cada minuto del mundo en la luz, pero también por su «valor» y su «energía», ¿acaso no Uevó Hopper a cabo, en Squam Light, y en otros paisajes de sus años del regreso, la alquimia que esperaba quizá toda una cultura americana, turbada por la inquietud moral, paralizada por un excesivo respeto ante los museos de Europa, aunque traspasada por la necesidad de fundar lugares, por dar sentido y ser a unos horizontes? Y la pintura francesa ¿se unió en Squam Light a algo que vino de las colonias de Shakers —que tuvieron sus pintores y sus poetas, en el umbral de la experiencia mística—, por ejemplo, para dar origen a un realismo que podríamos considerar el primero verdaderamente profundo desde Constable o desde algunos bocetos de Delacroix, porque diría con un solo movimiento del espíritu tanto el infinito de la realidad de naturaleza como la transparencia del corazón? Pero si es cierto que todo es imagen del pintor, en este cuadro, nos encontramos, pese a eUo, otros seres humanos, tan sólo algunas barcas vacías. Y este hecho se repite en todos los paisajes que van a sucederse hasta 1919, lo que hace temer que esos acercamientos a la unidad no sean en cada ocasión más que la verdad de un instante, en cuya profundidad no habrán aparecido todos los problemas, todas las preocupaciones de Hop-per. ¿Dejamos de padecer melancolía porque hemos sabido presentir, en el espacio de un simple cuadro, las condiciones y los caminos del regreso al mundo? Sisnos que podrían ser malos presagios del futuro, en ^ HOPPER. EVENING WIND ^ r o (19211 [THE METROPOLITAN cualquier caso, el hecho de que Hopper, a su vuelta a Nueva MUSEUM GE ART. NEW York, reemprendiese su profesión de ilustrador comercial, pues trabajar de este modo es imaginar figuras que aceptará esquemáticas, impersonales, cuando sus facultades de dibujante podían consagrarse a la intimidad de los seres y combatir por ese medio la propensión a la soledad. Y el hecho, también, de que se dedicase, en 1915, al aguafuerte, que la acuarela y la pintura le harán abandonar de nuevo, en 1923, momento feliz de su vida. El aguafuerte, en efecto, es la ausencia del color, es privar a la luz de sus relevos en el ser sensible; y para Hopper, fue encontrar la presencia humana que faltaba en su búsqueda capital desde su viaje a Francia, pero por la única vía de un trazo que va en las sombras, sin los recursos de gozo y de equilibrio que había garantizado el aire libre. En verdad, es así como podemos encontrarnos en un espacio «mental», dominado por los viejos problemas, y la serie de los temas que Hopper abordó al aguafuerte confirma que esta técnica le permitió expresar obsesiones y angustias que hasta entonces no había querido o no había podido evocar, a no ser fugitivamente en On the Quai, en París, que es el dibujo a lápiz de un cuerpo rescatado del Sena. Esos temas son, por ejemplo, los de Evening Wind. 1921, y East Side Interior, 1922, dos imágenes de una joven que puede parecemos asustada mirando su ventana abierta. En un caso, está desnuda en su cama, desnuda y sola, el viento levantó la cortina, quizá entró el pájaro que dice «nevermo-re » y, en el otro, es la encajera de Vermeer —Hopper la había visto en el Louvre— que, convertida en simple costurera, aplicada en tareas más mecánicas, es sacada de su trabajo en la habitación oscura por un suceso del exterior que tratamos de comprender, en profundidad, como el síncope brusco del color. Esas obras, y otras como Night in the Park o Night Shadows, de 1921, expresan la soledad, pero menos en relación con otros seres —Night on the El Train, 1918, reúne a dos, que buscan refugio uno junto a otro—que frente a un mundo nocturno, bullicioso de fuerzas malignas, que hubiésemos podido creer olvidado. Y, lo que es más, esos aguafuertes se convierten en pinturas que desmienten los paisajes. Desde 1921, esta Girl at Sewing Machine —la misma costurera, la misma máquina de coser— fue en el destino de Hopper uno de los momentos decisivos. «Cuando empecé con el grabado, mi pintura cristalizó», observó en cierta ocasión, y fue justo decirlo, pues el aguafuerte liberó su dibujo de la cautividad del cartel o de las cubiertas de revista, hizo posible que volviese a las regiones de su inconsciente que el color mantenía cerradas, le permitió encontrar temas, y son estos últimos los que invaden el acto de pintar, a riesgo de vaciar con sus logros al «aire Ubre» la investigación del colorista. En Girl at Sewing Machine, es sin embargo un hermoso día de verano, pero estamos en Nueva York, nos damos cuenta por los ladrillos amarillos de la ventana, y el tiempo parece transcurrir en calma, al sonido regular de la aguja, pero algo muy distinto está en juego. Del mundo natural ¿qué queda, en efecto, que no sea la luz que de estar así reducida a sí misma no significa más que la trascendencia? Por esto, no hay otra mediación, entre el alma y esta presencia de nuevo quizá divina, que la del trabajo humilde, paciente, hermoso valor puritano. Porque se entrega con tanta sensatez a su ley moral, esta joven no es, o todavía no lo es, la de East Side Interior, que ve con horror cómo se abre una sima a su lado. Pero ¿qué ha obtenido en contrapartida? Esa monotonía de la vida, en los límites del letargo, y también, sin duda, la soledad. Bajo el estudio del color, la verdadera meditación es psicológica o, digamos más bien, existencial. Y la intensidad de ese amarillo y de ese rojo anaranjado no hacen en verdad sino más atractiva, más turbadora, la filtración que esta ventana ha hecho de las realidades del mundo. Ahora bien, este cuadro no está de ningún modo aislado en el trabajo de Hopper, sino que es el primero, por el contrario, de una serie de composiciones cada vez más pensadas, donde la filtración, como pensé que podía decirse, no va a dejar ya de esclarecer, con su rayo silencioso, escenas cargadas de una espera que parece sin esperanza. En Sunday, de 1926, otro incunable de la nueva escritura, podemos creernos en la calle con este hombre sentado al borde de la acera en la actitud clásica de la melancolía, pero la reducción de la palabra del mundo, sin embargo, se produce, la abstracción del lugar urbano lo garantiza, esas fachadas estrechas y, además, desiertas donde la luz desciende como en el fondo de un pozo. E incluso en escenas que abarcan cielo, árboles, un poco del azul del mar, la filtración es igualmente fuerte, a causa del excesivo sol, por ejemplo, o de las sombras del crepúsculo que transforman las cosas en personajes del drama; así, en Seven A.M., de 1948, o Road and Trees, hacia el final. Un arte nuevo hizo su aparición, en Hopper, y no es dudoso que vuelva a poner en tela de juicio las esperanzas y, se hubiera dicho, las victorias simbolizadas en Squam Light. Como si un recurso, deudor del aire libre del impresionismo, hubiese comenzado, hacia 1921, a enmudecer. «He necesitado diez años para recuperarme de Europa», señaló Hopper, recordemos. IV ¿Qué es lo que caracteriza a esas obras que, de 1921 a Chair Car, en 1965, van a balizar en lo sucesivo el destino de Hopper? Para empezar, la presencia del ser humano, que estaba ausente en los paisajes —pero ¿podemos hablar realmente de presencia? Esos hombres y esas mujeres de pie, sentados, que diríamos inmóviles y que miran a lo lejos o E. HOPPER. CHAIR CAR (1965) ICOL, PRIVADA! a ninguna parte, no son en todo caso personas identificables, con nombres propios, y que podrían haber vivido fuera de la obra. Moderando sus poderes de observación del natural, como ya sacrificó muchas de sus facultades de colorista, Hop-per elimina de sus dibujos preparatorios, de los que conocemos gran número, lo que lo vincularía a la persona que posa, reduciéndola a caracteres muy generales que apenas determinarán la vestimenta, el contexto, y esto hace de sus personajes figuras que parecen encerradas en sí mismas, a prueba de nuestros deseos de penetrar en su silencio. En ello radica sin duda la causa del interés que Hopper siempre tuvo por Degas, quien también chocaba con lo que de secreto, de absolutamente otro que nosotros, tiene la persona que miramos, pero precisamente ahí está la diferencia entre ambos, pues Degas no renuncia a interrogar a su modelo sino después de haberlo estudiado en todos sus aspectos accesibles, origen de admirables retratos, y no confiesa la incomunicación, la soledad, no dice, tristemente, la tristeza de los solitarios, más que mostrando, de igual modo, que un ser, muy real, está ahí, tras su apariencia; prueba de ello es la manera en que recorta sus escenas. Dejar fuera del cuadro una parte del cuerpo, y aun de la cabeza, es expresar, en efecto, que el modelo ha surgido de un mundo que es el suyo, y al que va a volver, trascendiendo a las explicaciones que parecen ofrecer los pintores que lo quieren todo sobre la tela, abarcado de la cabeza a los pies en la red de sus signos. Degas respeta e incluso proclama el ser de la persona particular, con el que es profundamente solidario. Nada parecido en Hopper. Ya fuese por timidez puritana a identificar un ser con su presencia carnal, en cualquier caso renunció, pasados los primeros tanteos, al arte del retrato, salvo en raras evocaciones de Jo, su mujer, que no dejó de posar para él, pero en los más diversos papeles, y ese Autoportrait en que, con el sombrero en la cabeza, como si acabara de verse en el espejo del vestíbulo, arroja sobre sí mismo una mirada vagamente comprensiva, divertida, molesta, sobre todo escéptica. No es un ser en su soledad el que lo retiene; es la idea de la soledad. Si divisa en la calle, o a través de una ventana Uuminada, alguna figura que llama su atención, no se le ocurre acercarse, no utilizará a su único modelo para hacerla avanzar hacia él; dibuja, por el contrario, para preservar la distancia —encuadrando la escena, además, como el extraño que él es puede verla, no como esos seres la viven. La red de signos mediante la cual el pintor clásico explica la acción que representa, sin perjuicio que haga de ello su cosa propia, ese relato que Degas quiso romper, no es en ningún caso abandonado en los cuadros de Hopper, quien sin duda sacó incluso la amarga experiencia de su propia reclusión; se nos ofrece, simplemente, sin los códigos que sugerían el valor tratando de hacernos creer que éstos permitirían descifrarla. Y es, pues, completamente inútil preguntarse quiénes son esos seres que escenifica, o lo que les sucede y va a ser de ellos —más bien revivir con él la impresión de que nadie puede comprender a nadie, y ver que retuvo esta situación y no aquella porque creyó reconocer en ella, vividos por uno u otro de sus protagonistas, el aislamiento, el abandono que siente, y también, por otro lado, una aspiración, un brusco sobrecogimiento del alma que, sin lugar a dudas, a menudo a él mismo angustian. Ejemplar de lo que él atisba en los confines del alma y del silencio del mundo, esta joven de A Room in New York, de 1932, que, cerca de su marido que se haUa enfrascado en la lectura de su periódico, ha puesto o va a poner un dedo, sólo un dedo, en el teclado del piano para escuchar las vibraciones de la nota, hermosa metáfora de un gran posible, el que a su vida le falta. Pero con frecuencia también la esperanza se une a la extrañeza y a la tristeza, como en la joven de Second Story Sunlight, de 1960, que se sustrae de la quietud de una mañana famüiar por no sabemos qué ruido, o ausencia de ruido, bajo el balcón donde toma el sol. En realidad, todas esas telas de la segunda manera de Hopper —la que rompió con el cielo, el color, el instante de presencia en el mundo, y prosigue lentamente, en el taller, su examen de la vida— se focalizan en un estremecimiento de uno de los personajes, extraño de pronto a su tierra, a sus intereses habituales, o bien en el letargo en que el estremecimiento podría producirse. No están construidas sino para ese punto que las traspasa, a tal extremo transgrede los signos sin indicar nada acerca de los suyos propios; a veces contienen indicaciones simbólicas —como ese dedo que descansa en el piano—, pero para hacer recaer nuestra lectura sobre la percepción de ese punto de fuga de la red de los sentidos ordinarios. Por este motivo dan esa impresión de sUencio; hemos retrocedido bruscamente, ante la vida y ante nosotros mismos, percibimos todo, un instante, como a través de un espeso cristal. En suma, no se vea en eUo sociología, americana, o psicología, vagamente freudiana, ni sobre todo los sueños de un mirón: ya no hay intimidad que violar cuando se espía a un ser en el mismo terreno en que se distancia de sí mismo; y si Hopper observa sobre todo a mujeres, en este análisis de lo fugitivo, de lo casi inconsciente, de lo in-formulable, se debe a que la mujer está menos convencida que el hombre, en la sociedad que éste ve edificarse, menos dispuesta a preferir el curso de la Bolsa que los armónicos de un sonido o el espectáculo del cielo que cambia. De donde se deduce, y es lo que me parece esencial, que esta pintura de situaciones de existencia, vividas en sociedad y la mayor parte de las veces en la ciudad, y encontradas por el artista en lo más difícil de sí mismo, y al término de largas meditaciones en sus inviernos de Nueva York — esta pintura cosa mentale, donde las haya—, no es en fin de cuentas tan diferente, en su preocupación y por sus valores, de Squam Light y otros primeros paisajes, al decir como ellos el primado de un absoluto del instante, de una unidad de la vida, sobre las conductas que los fragmentan, excepto si pensamos, ahora, que este absoluto es inaccesible, y no despierta más que en momentos de angustia o de difuso sueño, cuando Squam Light iba a su encuentro. La obra de Hopper es siempre una experiencia del ser. A Room in New York no es, en profundidad, sino el duelo de lo que Squam Light era la esperanza. ¿Y hay que pensar que ese duelo ha asfixiado a la esperanza? Es un hecho: en los años 20 y 30 se hicieron cada vez más raras en Hopper las obras pintadas fuera o al regreso de jornadas en las carreteras o en las riberas. Y desde ese momento se multiplican, por el contrario, las escenas de acción suspendida, vistas del exterior de su sentido, que creo que podríamos denominar storyscapes, en oposición a las land-scapes, pero en afinidad con las cityscapes contemporáneas, Early Sunday Moming por ejemplo. En estas últimas evocaciones, que lo son de la arquitectura de las ciudades, Hopper E. HOPPER, STUDY FOR MEW YORK UOVIE- (1939) IWHITNEY MUSEUM] se identifica, una vez más, con el estar-ahí de los edificios, con lo que parece la espera en la luz —pienso en Skyline, Near Washington Square, de 1925, por ejemplo—, pero sólo ya a partir de entonces para reconocer el desamparo universal. Y en ocasiones pone de relieve letreros, que emplea además fragmentariamente en alguna de las storyscapes, porque esas palabras azarosas nada prometen que no sea indiferente o irrisorio. Pero hubo, sin embargo, en 1929, The Lighthouse at Two Lights, una de sus obras maestras, y admirables óleos en 1930 —South Truro Church, Cora Hills, Hills South Truro, y algunos más—, después de lo cual Sun on Prospect Street, en 1934, o Vermont Sugar House, en 1938, o incluso California Hills, en 1957, prueban el interés profundo que Hopper mantuvo por el trabajo al aire libre. Y hay que señalar, sobre todo, que las escenas mismas de su teatro, esos cuadros que parecen encomendados a la simple constatación de lo imposible, poseen una estructura, en la economía de la acción, que vuelve a abrir la dimensión de esperanza que podríamos creer olvidada. Esta estructura es la relación que une la escena propiamente dicha y lo que queda, en sus límites, del mundo, es decir, el sol de los días de verano, la luz. Esta, no lo olvido, desempeña a menudo su papel en el interior de la escena misma; es, así pues, uno de los significantes. En Summerti-me, de 1943, una joven espera, toda acicalada, no sabemos a quién o para qué en la puerta de una casa; y su sombra sobre los contados escalones del umbral es tan maciza e intensa, Uama con tanta fuerza la atención —como también la de la columna de la derecha— que participa en la idea de la obra; la vemos casi moverse; es el tiempo ciego de los astros que se afirma en oposición al de los proyectos humanos para mostrar su precariedad, su futilidad quizá y al mismo tiempo el cuerpo que percibimos bajo el fino vestido ya no es más que otro aspecto de la materia cósmica, un afloramiento claro de la noche del mundo, ya no despierta el deseo sino un sentimiento de solidaridad, de compasión, dentro del sinsentido de todo. Pero esta joven de Summertime es también un ser que se torna hacia la luz, que incluso podría haberse dejado distraer un instante, en su espera y en sus pensamientos, por algiin cambio en el cielo al que señalaría esa rágafa de viento que levantó las cortinas de la ventana abierta. Y cuántos otros Hopper se desarrollan así en umbrales o delante de ventanales por los que entra la luz como uno de los significantes, sí, pero que trasciende a los otros, lo que despierta en contrapartida, dentro de la red de los estereotipos sociales, un espíritu que responde a ese absoluto, el mismo por otra parte que ha comprendido el sinsentido de su condición presente, y hasta qué punto está solo. En realidad, la luz es así un signo de más, una llamada, en casi todos esos cuadros, por esa razón, sin duda, metafísicos, desde la costurera de 1921, o Room in Brooklyn, de 1932, hasta el último periodo, el de High Noon, 1949, de Cape Cod Moming, 1950, o de A Woman in the Sun, en 1961. Y lo que hay que resaltar es que al principio el protagonista parece indiferente al rayo que llega del cielo, para luego establecerse la relación, y ya va a hacerse esencial, o al menos en algunas grandes obras. En medio de su reflexión sobre el abandono, sobre la conciencia que podemos tener, Hopper sitúa el resplandor solar como lo que habla a esa inquietud después de haberla suscitado quizá; y, quién sabe, le devuelve algo de esperanza. Sí. se trata de Annonciations sin teología ni promesa, pero no sin un resto de esperanza; y por esa realidad de la obra tiene mucho sentido para el propio Hopper, a mi ver, en su relación consigo mismo, pues la nostalgia de sus personajes no puede ser sino la suya también y lo muestra incluso buscando siempre, heliotropo, restablecer, como en Squam Light, una relación con la luz que sea de presencia a presencia. Creo que la pintura más pesimista de Hopper, aquella que más piensa que ninguna transmutación podrá jamás producirse, nunca se reduce, aun así, a un simple empleo de la luz, que fijaría los elementos del drama en un esmalte de colores cálidos y fríos. Es, siempre, su testimonio; es la afirmación de que un principio permanece, que trasciende razones y sentimientos ordinarios, y eso hace que ciertos cuadros, como Pennsylvania Coal Town, desde 1947, o Chair Car, de 1965, una de las últimas pinturas, sean más vidriera que esmalte, donde el acontecimiento humano, por recluido que aparezca en su insuficiencia original, está en reaUdad atravesado por fuegos. El pintor de Chair Car, dicho de otro modo, no ha olvidado que le gustaba ir, con su sombrero de fieltro calado hasta los ojos, al encuentro de la luz del mundo. La mirada que en otro tiempo arrojaba al espejo del vestíbulo, aún no lo ha desengañado de la esperanza que entonces ponía en la acuarela, no sin sonreír de manera difusa cuando encontraba así, como de improviso, esos ojos tan obstinados a mucho más que a la simple constatación de las cosas. Y la razón de ser de sus cuadros de silencio y de soledad, desde Girl at Sewíng Machine, es menos la de enumerar las diversas formas sociales de un desamparo esencial que la de una búsqueda más allá y quizá incluso de un descubrimiento. VI Moming Sun, de 1952, es sin duda ejemplar de su última pintura. Una mujer está sentada en su cama, en una habitación visiblemente pequeña —una verdadera celda de religiosa—, y frente a su ventana, grande ésta, en la medida en que se encuentra abierta en su totalidad al sol naciente. Es una mujer que ha envejecido, sentimos que su relación con la edad forma parte de la sorpresa un poco triste que turba sus ojos y aprieta sus labios, pues el alma no comprende que dependa del cuerpo —y recordamos también, cuando se está famUiarizado con el pintor, que la realidad del cuerpo ha sido siempre su problema: materia que la luz del cielo, del mar, del viento, no penetra; enigma, abismo de un inconsciente en donde el color no desciende sino en resplandores rojos y en sombra. Ese cuerpo camal y mortal es lo que permanece en el centro del pensamiento de Hopper, incluso cuando no parece pintar más que miradas, gestos en suspenso, silencios, sueños, porque hemos visto cómo sus dibujos preparatorios borran del modelo los signos que harían de él una persona particular, y reducirse de ese modo, al menos por un momento, a una especie de estrato de presencia y de vida puramente físicas, evidencia sexual en donde cuajan furtivamente las aspiraciones eróticas. En realidad, mediante ese paso del cuerpo por la idea el drama que la obra expone alcanza un máximo de tensión, en un ser cuya relación con el otro vacua siempre entre el deseo ordinario y los sueños de angeUsmo. Se conservan dibujos de esa naturaleza para Moming Sun, y uno de ellos nos revela que la disposición del cuerpo se hizo bajo el efecto de una obsesión, la de la luz. Este estudio, en el que se reconoce de nuevo a Jo, la mujer de Edward, está rodeado, en efecto, de indicaciones manuscritas —hay dos docenas— que se enlazan con pequeños trazos o flechas a las diversas partes del cuerpo, y precisan, cada una de ellas, la relación de esa carne, de esos miembros, con el resplandor del cielo matinal. Las anotaciones van de «light against uiall sha-dow » para un brazo, a «reflected light» para la parte posterior de éste, o «dark against wall» para la nuca, o «cool reflections from sheet» para la parte superior del muslo desnudo. Matices, medios tonos, contrastes, son todos ellos percibidos, consignados. Y no queda olvidada la sombra más oscura que arroja el cuerpo sobre el lecho. ¿Qué significa esto? La fascinación por la incesante metamorfosis de la luz en valor, del valor en color, pero —y esto es lo esencial— también de esos puntos en que la luz se despliega, al contacto del cuerpo, y parece hacer presión sobre él, y querer penetrarlo, y para ello rodearlo, se diría casi obrar con astucia, pero sin lograr, pese a todo, vencer la resistencia. Este cuerpo a medio vestir con una tela clara está erosionado por el sol, no transfigurado. Parece, por lo demás, a causa de esas manos que se cruzan sobre las rodillas, negársele tanto como ofrecerse. Donde la vida animal se dejaría iluminar por la vía de sus gestos simples hasta los entresijos de su vacío, ave que chapotea en la fuente, cordero que salta en la hierba, el cuerpo humano, por alguna razón, ¿es acaso reclusión, ensimismamiento de lo oscuro? Cierto, Hopper se detuvo así en el estudio de la luz sobre su modelo para constatar, a la vez, la plena inmanencia y la trascendencia. No es esta envoltura lo que va a reconciliarlo consigo mismo en una plenitud de instante vivido. Más bien la ve desierta y árida como la superficie de un astro muerto. Pero puestos sobre aviso por este dibujo, que es, de este modo, como el análisis espectral de nuestra presencia en el mundo, podemos también constatar que un trabajo de igual sutileza ha tenido lugar en el cuadro esta vez, para la pared de la habitación, salvo que se trate de una experiencia muy distinta, que es de exaltación, en esta ocasión, cuando no incluso de liberación. Ya el dibujo del que hablé colocaba a la mujer en una zona neutra que la sombra que ella arroja hace clara, lo que da la impresión de playa en la luz y disminuye la importancia de las notaciones de valores, resultando el matiz poca cosa para quien recuerda un mar que brilla, charcos de sal sobre la arena. Y sin duda con el cuadro hay que renunciar a ese sueño, pero para encontrar en él una indicación que prosigue, en mi opinión, ese efecto de descentramiento y reanuda la promesa. Sobre la pared detrás de la cama se desplegó el vasto rectángulo claro del sol que entra con entera libertad. Nada estorba su luz, pues la pared está desnuda, como parece estarlo toda la habitación. Y nada nos impide pensar, es lo que atrae de esta obra, que Hopper quiso ese despojamiento para hacerle todo el sitio, como en la monja o el monje, a un advenimiento que sigue siendo para él el verdadero objeto de atención, sea cual sea la fascinación que experimenta por el ser enigmático del cuerpo. Es el momento de señalar, por otra parte, que el despojamiento de las paredes, la ausencia de muebles y de objetos, es una de las características de los interiores de Hopper que se marcan cada vez con mayor fuerza en los años de postguerra; y que eso no es, aun así, una indicación sobre los sucesos que se están produciendo —¿qué necesidad ^^ habría de que la oficina de Conference at Night, 1949, o el compartimento, en Chair Car, estén sin calendarios o carteles?—, sino la decisión pseudo-narrativa que permite plasmar en una tela vastas superficies de claridad desierta. Se diría que la realidad misma se borra en este abismo, al menos la realidad de existencia, que no subsiste más que por los signos que proyecta en torno a ella. Y es precisamente lo que tiene lugar, me parece, o al menos lo que comienza. En las escenas mismas donde Hop-per no hace sino constatar, pensaríamos, la inhabilidad de los seres para hablarse, para vencer la soledad, o tan sólo decir la emoción que despierta en ellos la luz, está presente, en efecto, y ha emprendido ya el trabajo por el cual, mirando cómo se mueve el sol, en una pared, dejando que extienda, al infinito, sus capas silenciosas entre las cosas, podemos perdernos, en ese silencio, hacernos el vacío que muestran, y deshacernos así de las contradicciones que padecemos. Si el ser humano sigue cerrado herméticamente en sí mismo, cuando existe según la carne y el mundo, ¿acaso no puede el espíritu seguir avanzando? Y un pintor, un pintor del color, un pintor de la intensidad que se enardece entre luz y materia, ¿no es más apto que cualquier otro para entregarse a esta búsqueda? En Room hy the Sea, de 1951, ya Hopper había pintado una pared desnuda, cerca de una puerta que se abre por completo encima de una ribera próxima, pese a que no deja ver más que un mar muy azul y el cielo. ¿Estamos simplemente en un vestíbulo al que daría la habitación que vislumbramos por otra puerta, con su canapé, su cómoda? Pero se trata de mobiliario de un hotel, para estancias que no dejan huellas. Y más tarde también sobre esa vía, en 1963, al final de su vida, Sun in an Empty Room acoge la misma gran claridad en lo que es esta vez innegablemente una habitación pero completamente desamueblada, como si el servicio de mudanzas acabara de llevarse los objetos que habían hecho posible la existencia. No lo dudemos: Hopper quiso transgredir la realidad de este mundo en el acto mismo mediante el cual le dio forma. Al comprender que no podrá establecer con el ser, con lo absoluto, una relación positiva, es decir, mediatizada por objetos, sentimientos, acciones —y la presencia de los otros seres—, eUge la vía negativa, que hace el vacío en la conciencia para que la paz entre y se instaure. «I am after ME», dijo Hopper de Sun in an Empty Room. Se trata de él, naturalmente, en esta habitación donde el sol gira; es de una maduración espiritual de lo que se preocupa en la filigrana de escenas en que la observación de los seres, reflejos a menudo de sí mismo, no es más que la rememoración necesaria que le sirve de punto de partida. Y, en resumen, podemos decir que esta pintura a todas luces metafísica es también, y sobre todo, una experiencia mística, y lo habrá sido, en sus años últimos, de manera intensa, podemos pensar casi en estado puro. Pues, es verdad, el último cuadro, The Two Comedians, representa a Hopper y a su mujer Jo como dos actores de la commedia deU'arte que se despiden del público, lo que parece una mirada atrás del pintor, y no sin dolor, a toda su vida, bajo un signo frustrado de destino personal. Pero diríamos que tanto el teatro como la escena están vacíos, diríamos que la luz que üumina al hombre y a la mujer es la de un día a lo lejos, que se levanta —y Hopper acaba de pintar Chair Car, donde la inmovilidad del sol a través de los cristales contradice la vana rapidez del tren que avanza, no sabemos hacia dónde, en silencio. De hecho, el verdadero testamento del pintor es, para mí. E. HOPPER, SUN INAN EMPTY ROOM (1963) [COL, PRIVADA] el extraordinario Road and Trees de 1962. Del olro lado de la carretera, que huye de izquierda a derecha, símbolo de este tiempo que parece existir para nada desde el nacimiento hasta la muerte, un sotobosque tan oscuro que parece impenetrable pero en cuya linde, en el flanco y en la copa de dos árboles, se enrojece el oro de un sol naciente. «There is a sort of elation about sunUght», dijo Hopper. Esta exaltación, esta felicidad ante un tejado o una copa de árbol iluminado habrá sido su riqueza, su pensamiento constante, su testimonio, desde que descubrió, en París, hasta qué punto el color podía llenarse de luz. VII Y eso es lo que permite, después de todo, apreciar mejor su lugar en la pintura contemporánea y, por ejemplo, comprender mejor un aspecto, que es singular, de su estancia en Europa. Algunos se han extrañado a veces de que este joven en París, en 1908, no se interesara por los acontecimientos sorprendentes de la vanguardia, que no ignoraba sin embcirgo, pues conocía las actividades de Gertrude Stein. Pero ¿qué necesidad tenía de las primicias del cubismo y de un arte que comenzaba a identificarse con el gesto del creador, es decir, con la producción de los signos, sin preocuparse por ningún referente, cuando su propia preocupación se orientaba, al contrario, hacia el referente: esos tejados a lo lejos, iluminados, esos árboles, ese mundo en la luz que ningún sistema de signos en el pasado de la religión o del arte había podido expresar sin una profunda elaboración espiritual previa? Más bien sentir, instintivamente, que la aprehensión que permiten ciertas obras, por ejemplo impresionistas o fauves, es tan precaria como magnífica, y debe ser, en consecuencia, recomenzada indefinidamente, en una sociedad que, por lo demás, no va a ofrecer por mucho más tiempo ya esos jardines atravesados por aguas brillantes, en Giverny, o esas vidas pueblerinas aún en sus tres cuartos paganas. Vale la pena señalar que el pintor europeo de este siglo que presenta más afinidades con Hopper, VaUotton, venía como él de una de las tierras de la Reforma, en este caso el país de Vaud calvinista; y que la obra de 1908 o 1909 más próxima de sus paisajes de entonces, la Nube roja, de Mon-drian, es también el producto de una tradición calvinista, que incita a dudar del ser sensible, a causa de un Dios demasiado cercano, ya se le sienta vivo o muerto... Las aportaciones grandes o menores del impresionismo poseen una calidad de evidencia, una felicidad vital que parecen dadas, sobre todo bajo cierto cielo, pero no es menos necesario comprender la provocación que fueron, para algunos, en este Occidente conformado desde tantos siglos por una religión muy ambivalente respecto de las cosas terrestres. Lo que a algunos espíritus les es dado, otros tienen que conseguirlo, verificarlo, convencerse, y de ahí una pintura que desde el principio va a ser metafísica, en el momento mismo en que se consagra a la experiencia sensible, pero por eso también se revelará con mayor capacidad para sentir el valor, la calidad de milagro, de una presencia conquistada, y más ansiosa de preservar ésta, aunque sea limitándola a algunos de los bienes más simples. Hopper comprendió en París que esta crítica de los «realismos», esa preocupación por la sustancia de los signos, seguía siendo en el umbral de este siglo la tarea esencial de la pintura. Puede que algún día se le reconozca, cuando los nuevos tiempos hayan desbrozado su camino en los estragos del nuestro. Y mi otra observación es la de que con esa misma preocupación Hopper encontró artistas que, en épocas más conscientes, vivieron mejor que nosotros la relación del signo y de la presencia, para ellos una presencia divina, y sobre todo en Holanda. ¿Resulta desmesurado, y anacrónico, relacionar a Hopper con Vermeer de Delft? Una misma impresión, sin embargo, de relato interrumpido en Vermeer: ese geógrafo acaba de percibir algo, que nosotros no vemos, esta joven de recibir una carta, de la que nada sabremos, e igual disipación, en seguida, de nuestra curiosidad ante esos fiígaces enigmas en los dos pintores. Pero en el «maestro de antaño» —como habría dicho Fromentin—, es porque una realidad de más evidente riqueza que todo acontecimiento de vida cotidiano penetra los signos del relato, distiende las mallas, evapora el sentido. Todo está pintado por Vermeer de manera tan precisa, tan plena, tan en continuidad con las otras cosas o los otros seres —es su propio encaje, recordemos el cuadro del Louvre, que Hopper debió contemplar muchas veces—, tan apacible, en una palabra que tiene profundidad, que esa suspensión del gesto y del sentido VERMEER, LA ENCAJERA MONDRIAN, LA NUBE ROJA humano se resuelve en Dios mismo, cuando Hopper, des- el que la forma respira. Pero más vale el pintor del desam-pués de algunas épocas de confianza, sólo podrá encontrar paro y, asimismo, de la nostalgia que el orgullo del signo a algo absoluto en la pura luz, la que enmudece más allá de ser sólo él mismo en una tierra que se disloca. A las cosas, afrontando su propia existencia como un cuerpo extraño, que habrá que borrar para hacerle sitio.... Sí, puede parecer casi absurdo comparar al creyente con el ateo, al que sabe con el que busca. Pero presencia y ausencia son un mismo y único misterio, por el cual el color florece, en [TRADUCCIÓN DE F. ARNOLD] VES BONNEFOY, poeta y ensayista francés, nacido en 1923, es autor de Hécits en revé (1987) y de Debut et fin de la neige (1991). Dirige la cátedra de Poética del Collége de Francia.
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Título y subtítulo | La fotosíntesis del ser |
Autor principal | Bonnefoy, Yves |
Publicación fuente | Atlántica : revista de las artes |
Numeración | Número 02-03 |
Sección | Edward Hopper |
Tipo de documento | Artículo |
Lugar de publicación | Las Palmas de Gran Canaria |
Editorial | Centro Atlántico de Arte Moderno |
Fecha | 1991-11 |
Páginas | p. 086-093 |
Materias | Hopper, Edward (1882-1967) ; Crítica e interpretación |
Notas | Traducción de Fernando Arnold |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 9822165 Bytes |
Texto | ^ ^ ^ ^ ^ ^ ^B Hopper viaje a Francia: esos tonos rojizos con anaranjado en un blanco oleoso, se diría pintado sobre fondo negro, como si el mundo sensible fuera un lugar de perdición en el que el pintor sólo puede aventurarse a la media luz de lámparas oscurecidas con púrpura. El mal parece un componente del ser, irreductible. El hombre que bebe, de 1905-1906, podría ser un primer Francis Bacon. Pero ésa es, en gran medida, la atmósfera de un tiempo, y también la de una sociedad. Sargent es el primero que tiene esos vagos reflejos de infierno, incluso en el niño o en la muchacha, y pinta, en cualquier caso, sobre una capa de negro, como Carolus-Duran le enseñó. Toda una burguesía, de una parte, y América, de otra, quién sabe lo que ésta debe a los valores del puritanismo, se unen en este rechazo de la cosa diurna; y ya sean unos apasionados por la alta y sutil cultura, como WiUiam Merrit Chase, o «reeilistas» y preocupados por pintar todos los aspectos de la vida, como el más lúcido Robert Henri, los profesores de la New York School of Art, que el joven Hopper frecuenta, parecen reunir a sus alumnos en algún sótano de la casa Usher, detrás de las tapicerías que agita un viento de ultratumba. Y la prueba de que ese claroscuro sólo fue, en los inicios de un gran pintor, el efecto de una enseñanza extraña a sus verdaderas necesidades, es que Hopper abandonó casi al instante de su llegada a Francia su «manera negra», para pintar en los muelles del Sena, donde brilla el agua, obras cuyo color parece liberado de cualquier mal sueño, de cualquier fantasma, y que cuentan sin duda entre las más claras, en el gran sentido de esta palabra, que mirada moderna haya producido. Manet y sus herederos rompieron sus cadenas miM por YVES BONNEFOY por la fuerza y la verdad de un arte que sabe consolidar sus valores, aun morales, en la evidencia del sol naciente o poniente, del árbol que se mueve en la luz. Pero ¿acaso puede Hopper salir totalmente de la capa de sombra primera que, incluso alrededor de su barco de adolescente en el río, hizo tan opaca la religión que afirma que Dios viene al alma sin pasar por el cuerpo ni por la naturaleza, y que hace de la sexualidad no lo que une sino lo que separa? ¿Sabrá madurar en sí mismo mejor que Georgia O'Keeffe, más o menos su contemporánea, a quien ningún sol de Nuevo México, ningún resplandor de los horizontes del desierto, logró Liberar de su horror por la carne? La cuestión merece ser planteada, ya que tal vez sea la que preocupa, en 1949, Summer in the City, y en 1959 también Excursión inte Philosophy, cuadros de una mujer o de un hombre que reflexionan, con dolor, y de un compañero que se aleja. Sin contar el célebre Girlie Show. No obstante, mucho habrá cambiado, para Hopper, en el curso de sus estancias en Europa, en el terreno en que el arte puede reconciliar con la vida, hacer que exista confianza; y tenemos que detenernos en esta primera gran experiencia que hizo de sí mismo, pues no dejará ya, a partir de entonces, de alimentarlo de luz, decidiendo de ese modo en su vida. Había llegado a Francia en 1908, en el momento en que la pintura impresionista y sus consecuencias lógicas, como fue la investigación de los fauves, reconocida desde 1905, habían vuelto a abrir en grandes páginas de colores el libro de la naturaleza. Dar el paso a las notaciones cromáticas, lo que disipa todos los saberes, todos los proyectos de relatos, permanecer fuera, en una bruma de estío o bajo la primera nieve, es también sugerir como una simbiosis entre el espíritu y la realidad natural, y es dar así una dicha, una paz posibles aún mayores cuanto que en Ile-de- France o en Normandía, donde el impresionismo surgió, la luz es suave, reduce las sombras y ayuda a combatir por ello cualquier tentación de pensar que el mal está ahí, en la vida, y que puede remontarse hasta el alma. Es precisamente esta conjunción de un arte y de una naturaleza lo que Hopper ama, de inmediato, en su aporte de inmanencia. «La luz era diferente de todo lo que había conocido», dirá. «Las sombras también eran luminosas, luz reflejada. Hasta debajo de los puentes había una especie de resplandor». Y no es una evolución, siquiera rápida, lo que entonces experimenta; es una conmoción, que sustituye a sus preocupaciones de dibujante, ya pese a todo notable, la libertad aparentemente sin límite de un colorista desde el principio extraordinario. La treintena de obras que sobreviven de las tres estancias parisinas —entre ellas el Parque de Saint-Cloud de 1907, en que, en efecto, las sombras son todavía luz— son más hermosas que cualquier cosa de Marquet, de quien Hopper recibió el impacto en la exposición de febrero, la síntesis del ser parece efectuarse sin componente ni resto de tiniebla, de lo que resulta una mirada feliz que el joven pintor extiende a aquello que no representa sino que evoca, a lápiz o a la acuarela, con simpatía —las calles, los seres que en ella encontramos, caminando despreocupados de todo, imagina— o que descubre en poemas a los que permanecerá fiel durante toda su vida. De una obrita de Verlaine, La hora extjuisita, hará su tímido sueño de epitalamio cuando quiso casarse con «MademoiseUe Jo». II La mirada de Hopper, podríamos decir, se lavó de sus sombras; a la pintura francesa y a sus parajes debe él una Confianza en la luz que fue, en un sentido, definitiva, y nos inclinamos a creer que eso provocó su advenimiento, el encuentro consigo mismo, porque a su regreso a los Estados Unidos va a persistir, resueltamente, en la nueva poética. No iue sencillo para él, sin embargo, no lo ponemos en duda, desarraigarse de Europa, al menos al término del primer viaje. el más largo, en esa edad en que el deseo de absoluto hace ^ HOPPER. SQUAM I.IGHT " ^ (1912) ICOL, PRIVADA: insoportable la ausencia de lo que se ama. Perturbador era también volver a encontrar en Nyack, en la casa familiar, los cuadros de antes de la partida, con emanaciones sulforosas. ¡Y qué choque tener que percibir el mundo antaño demasiado familiar ahora con otras costumbres de la sensibilidad y del corazón! «A mi regreso, todo me parecía terriblemente rudo, grosero», dirá. «Necesité diez años para recuperarme de Europa». Lo que tal vez más lo conmovía era que la luz se hubiese vuelto dualista, por su violencia, por la cantidad de charcos que brillaban de noche bajo las piedras. Y sin embargo, en 1912, pinta Squam Light, donde intenta volver a realizar, no sin éxito, esa síntesis luminosa de la relación de la persona consigo misma, y con el universo, que había aprendido a querer. Me detendré un momento en este cuadro, que hemos podido ver de nuevo recientemente en Hirschl y Adler, porque es una de las obras maestras de Edward Hopper, donde su deseo más profundo se revela de una manera que me parece evidente. Pero algunas observaciones son necesarias, para empezar, sobre las dos civilizaciones que el pintor conoció entonces. En Francia —y Monet o Pissarro se lo enseñaron, si hacía falta— las casas de pueblo, que son de piedra, los caminos que a su alrededor se prestan a todas las ondulaciones del suelo, y los jardines que se apiñan contra aquellas, con muros también, tan viejos como el mismo tiempo, bajo árboles cargados de frutas, todo eso es ante y sobre todo un lugar, más real que las existencias que transcurren en él, es un centro del mundo, a cada instante, que da seguridad a los que aüí viven o lo frecuentan, por lo que no hay ninguna necesidad de hacer de esas cosas, que acogen en el ser, la proyección metafórica de un sentimiento de exilio, de una angustia, como lo hizo un Munch, por ejemplo, que pone ojos en las fachadas porque éstas participan de su soledad. Una sociedad campesina, que preserva su vida en la eternidad de la piedra, disuadió durante mucho tiempo a los pintores franceses de interesarse por el expresionismo. Pero a lo largo del Hudson, o en Nueva Inglaterra, las casas son de madera ligera, se diría colocadas simplemente sobre la hierba, fácilmente desplazables, y sus colores claros a menudo recién pintados, con esos hermosos objetos que a veces tienen detrás de los cristales, en los brillantes antepechos, se oponen también, mucho más que prolongarlo, al mundo circundante. Esas bonitas casas, e igualmente esos pequeños faros de las costas próximas, que arrojan con intrepidez en la noche sus mensajes de solitarios, se encuentran, en la oposición entre vida humana y ser del mundo, del lado de la persona, esta vez, más que del de su lugar, y es fácU reconocer la manera que uno mismo tiene de existir, al borde de la naturaleza no mediatizada por esa realidad, y tanto más cuando nuestro siglo de rutas cada vez más largas y de vías férreas dirigidas a nuevas tierras ha dispersado las casas y esas ventanas brillantes por la tarde en las regiones a veces poco pobladas aún, en que cualquier idea de centro desaparece. ¿Ilusiones, esas impresiones vagas, esas inversiones fugitivas de la conciencia en las representaciones que ella forma? Pero ¿qué es un pintor sino el que une, aunque sea en su más breve percepción de un poco de azul sobre un tejado cuando el cielo se descubre, su quimera más profunda y sus sensaciones más superficiales? Y en cuanto a Hopper, era bastante melancólico, me parece, y presa con frecuencia del miedo que nace del simple sentimiento del espacio, para que el estatuto de los lugares en los Estados Unidos, esa otra virtualidad simbólica de la cosa construida en el diálogo del Yo y del gran Otro terrestre, haya sido para él una de esas sorpresas que experimentó al regreso de Europa; la prueba es que él lo exacerbó aficionándose al paseo en coche, ese modo de avanzar que ve levantarse ante sí y desaparecer para siempre en el retrovisor los rincones sin duda precarios que el éxito del automóvil contribuye, por otra parte, a multiplicar hacia el Oeste, lejos de los Concord o Litchfield o incluso Nyack de antaño. Caduca, en efecto, hacia 1910, la época de los pintores de la escuela del valle del Hudson, que iban a plantar su caballete en lugares tan desiertos que podían soñar que estaban en el Paraíso, como el Thoreau de Walden Pond. El Este americano acabó con su quietud para siempre, aventurándose en lugares donde la vida construyó su morada, pero quizá no la preservará, en todo caso próspera, y se produce entonces, cuando pasamos, ese sentimiento de desamparo, ese temor ante el simple hecho de ser que atenaza la garganta ante The House by the Railmad, de 1925, ese icono donde cualquier promesa divina se evapora. Hopper se interesó también —éste será el tema, en 1923, de una de las acuarelas que van a dar a conocerlo— en las «Mansard windows» que veía muy rectas en algunos tejados, ventanas de postigos, bajo un frontón destrozado, lo que las llena de irregularidades, es decir, de sombras inquietas, y le atraía sin duda en la medida en que lo que es «Mansard» está en América en exilio. En resumen, existencializó, diré, el habitat americano, haciendo de las casas de su obra —donde no se entra, alguien apuntó, pero eso es en mayor medida un signo de afinidad con este artista a tal punto taciturno— y de los caminos, y de las barcas en la orilla, los representantes de su propio ser, ante este mundo que dice la ausencia pero que es, no obstante, luz. Y de todo ello deriva un arte, que es el de Squam Light. Hopper, y es el comienzo de esta obra, vio esas casas, esos tejados, esas dos o tres barcas, ese faro, como aspectos de sí mismo; y al mismo tiempo percibe el color, intensificado bruscamente por un claro en el cielo, como directamente el contacto de su ser más íntimo y de la luz, y puede así amar la relación de armonía con otras cosas y la belleza que nace del encuentro de todas. Ese será el signo o quizá ya la prueba de su propio consentimiento a todos los aspectos de la vida, de su unidad reencontrada. Después el trabajo consiste en comprender esta armonía tan profundamente como sea posible, en dejar que penetre en el espíritu, donde éste no es aún sino abstracción, es decir, miedo y fantasma, en convencerse de que la materia es luz. Por su color sobre la tela que se hace exactitud e intensidad simplemente al escuchar y recomenzar la misteriosa belleza del mundo, el pintor puede realizar su propia transmutación, en suma, reunificar su ser psíquico, hacer de su angustia anterior, nacida de la duda sobre lo que es, el material donde se encienda una alegría; y Squam Light lo logró, como prueba, en la animación de las relaciones de colores, de valores, esa pequeña chimenea roja que parece un acto más que un objeto, un pensamiento más que una apariencia, tan vivo en su alegre intercambio con los tonos cercanos. Si el «pequeño trozo de muro amarillo», en Vermeer, colma la sed de absoluto, permite morir a quien lo ha amado, este pedacito de ladrillo rojo devuelve el gusto por la vida; es Hopper reconciliado, redimido. En sus cuadros parisinos, había aprendido, como hemos visto, lo que de acogedor, de liberador, puede tener la luz, pero era en lugares que no significarían nada en su existencia futura, en muelles o edificios (así Nuestra Señora o el Louvre) con los que no se sentía de verdad solidario, y su síntesis del ser, al mismo tiempo, seguía siendo un sueño; sin dejar fuera de sí mismo, decía yo, resto alguno de tinie-bla, pero, recíprocamente, sin haber alcanzado los estratos más profundos de la conciencia, los de los recuerdos de infancia, donde se estancan las sombras del Edipo. Y ahora lo vemos realmente mucho más implicado, y por eso mismo susceptible de devenir, de acceder a sí mismo, Osiris reuni-ficada por la gracia de la pintura; lo que es, en contrapartida, la mejor manera de encontrar ésta en su más rica posibilidad y de comprender en profundidad las necesidades en el momento histórico. Se advertirá, desde este punto de vista, que puede parecer que Hopper, al proyectarse en lo que podría simplemente percibir como apariencia sensible, se acerca al expresionismo, que empobrece la mirada y ha arruinado un considerable número de carreras de pintor; pero que igualmente lo trasciende, en esos paisajes, porque cada una de las cosas pintadas hace revivir su drama —que podría suscitar la multiplicación de los fantasmas— resolviéndolo en seguida en esa dicha que aquella experimenta ante su propia presencia. Experiencia de identidad de la apariencia y del ser, profundamente favorable a la pro-fundización de la pintura, que necesita que lo real simple —pero asimismo infinito— se anteponga a lo imaginario. «Todo lo que deseo», decía más o menos Hopper, «es pintar la luz en el ángulo de un muro, en un tejado». Squam Light disipa a través de esta experiencia tan intensamente vivida o al menos deseada la tentación que sus cuadros de aprendiz le mostraban que sufría, de permanecer en el espacio de las determinaciones inconscientes, entre las imágenes nocturnas de un moralismo asustado. Es una vuelta de la conciencia al aire libre del mundo, del cual el arte debe hacer su lugar. Y si la lección del impresionismo y de los fauves es así entendida, igualmente importante quizá habrá sido, en esos años del regreso, el deseo, en el pintor, de recomenzarla a despecho de las nuevas circunstancias, en ningún caso tan favorables, e incluso de aprovechar ese cielo cambiado, de las mediaciones desaparecidas, para dar paso a un voluntarismo, que sabrá obtener, tan activamente como sea necesario, la acogida del mundo sensible que Monet recibía sin dificultad; proyecto de descifrador, de pionero de una tierra virgen que esta vez es americana, específicamente, y que podría resultar de la enseñanza de Robert Henri, que Hopper resumía, diferenciándola de sus aportaciones propiamente técnicas, con las palabras de «valor» y de «energía». III Por sus dotes y sus entusiasmos de colorista, que lo mantienen tan cerca de lo que de unidad viviente posee cada minuto del mundo en la luz, pero también por su «valor» y su «energía», ¿acaso no Uevó Hopper a cabo, en Squam Light, y en otros paisajes de sus años del regreso, la alquimia que esperaba quizá toda una cultura americana, turbada por la inquietud moral, paralizada por un excesivo respeto ante los museos de Europa, aunque traspasada por la necesidad de fundar lugares, por dar sentido y ser a unos horizontes? Y la pintura francesa ¿se unió en Squam Light a algo que vino de las colonias de Shakers —que tuvieron sus pintores y sus poetas, en el umbral de la experiencia mística—, por ejemplo, para dar origen a un realismo que podríamos considerar el primero verdaderamente profundo desde Constable o desde algunos bocetos de Delacroix, porque diría con un solo movimiento del espíritu tanto el infinito de la realidad de naturaleza como la transparencia del corazón? Pero si es cierto que todo es imagen del pintor, en este cuadro, nos encontramos, pese a eUo, otros seres humanos, tan sólo algunas barcas vacías. Y este hecho se repite en todos los paisajes que van a sucederse hasta 1919, lo que hace temer que esos acercamientos a la unidad no sean en cada ocasión más que la verdad de un instante, en cuya profundidad no habrán aparecido todos los problemas, todas las preocupaciones de Hop-per. ¿Dejamos de padecer melancolía porque hemos sabido presentir, en el espacio de un simple cuadro, las condiciones y los caminos del regreso al mundo? Sisnos que podrían ser malos presagios del futuro, en ^ HOPPER. EVENING WIND ^ r o (19211 [THE METROPOLITAN cualquier caso, el hecho de que Hopper, a su vuelta a Nueva MUSEUM GE ART. NEW York, reemprendiese su profesión de ilustrador comercial, pues trabajar de este modo es imaginar figuras que aceptará esquemáticas, impersonales, cuando sus facultades de dibujante podían consagrarse a la intimidad de los seres y combatir por ese medio la propensión a la soledad. Y el hecho, también, de que se dedicase, en 1915, al aguafuerte, que la acuarela y la pintura le harán abandonar de nuevo, en 1923, momento feliz de su vida. El aguafuerte, en efecto, es la ausencia del color, es privar a la luz de sus relevos en el ser sensible; y para Hopper, fue encontrar la presencia humana que faltaba en su búsqueda capital desde su viaje a Francia, pero por la única vía de un trazo que va en las sombras, sin los recursos de gozo y de equilibrio que había garantizado el aire libre. En verdad, es así como podemos encontrarnos en un espacio «mental», dominado por los viejos problemas, y la serie de los temas que Hopper abordó al aguafuerte confirma que esta técnica le permitió expresar obsesiones y angustias que hasta entonces no había querido o no había podido evocar, a no ser fugitivamente en On the Quai, en París, que es el dibujo a lápiz de un cuerpo rescatado del Sena. Esos temas son, por ejemplo, los de Evening Wind. 1921, y East Side Interior, 1922, dos imágenes de una joven que puede parecemos asustada mirando su ventana abierta. En un caso, está desnuda en su cama, desnuda y sola, el viento levantó la cortina, quizá entró el pájaro que dice «nevermo-re » y, en el otro, es la encajera de Vermeer —Hopper la había visto en el Louvre— que, convertida en simple costurera, aplicada en tareas más mecánicas, es sacada de su trabajo en la habitación oscura por un suceso del exterior que tratamos de comprender, en profundidad, como el síncope brusco del color. Esas obras, y otras como Night in the Park o Night Shadows, de 1921, expresan la soledad, pero menos en relación con otros seres —Night on the El Train, 1918, reúne a dos, que buscan refugio uno junto a otro—que frente a un mundo nocturno, bullicioso de fuerzas malignas, que hubiésemos podido creer olvidado. Y, lo que es más, esos aguafuertes se convierten en pinturas que desmienten los paisajes. Desde 1921, esta Girl at Sewing Machine —la misma costurera, la misma máquina de coser— fue en el destino de Hopper uno de los momentos decisivos. «Cuando empecé con el grabado, mi pintura cristalizó», observó en cierta ocasión, y fue justo decirlo, pues el aguafuerte liberó su dibujo de la cautividad del cartel o de las cubiertas de revista, hizo posible que volviese a las regiones de su inconsciente que el color mantenía cerradas, le permitió encontrar temas, y son estos últimos los que invaden el acto de pintar, a riesgo de vaciar con sus logros al «aire Ubre» la investigación del colorista. En Girl at Sewing Machine, es sin embargo un hermoso día de verano, pero estamos en Nueva York, nos damos cuenta por los ladrillos amarillos de la ventana, y el tiempo parece transcurrir en calma, al sonido regular de la aguja, pero algo muy distinto está en juego. Del mundo natural ¿qué queda, en efecto, que no sea la luz que de estar así reducida a sí misma no significa más que la trascendencia? Por esto, no hay otra mediación, entre el alma y esta presencia de nuevo quizá divina, que la del trabajo humilde, paciente, hermoso valor puritano. Porque se entrega con tanta sensatez a su ley moral, esta joven no es, o todavía no lo es, la de East Side Interior, que ve con horror cómo se abre una sima a su lado. Pero ¿qué ha obtenido en contrapartida? Esa monotonía de la vida, en los límites del letargo, y también, sin duda, la soledad. Bajo el estudio del color, la verdadera meditación es psicológica o, digamos más bien, existencial. Y la intensidad de ese amarillo y de ese rojo anaranjado no hacen en verdad sino más atractiva, más turbadora, la filtración que esta ventana ha hecho de las realidades del mundo. Ahora bien, este cuadro no está de ningún modo aislado en el trabajo de Hopper, sino que es el primero, por el contrario, de una serie de composiciones cada vez más pensadas, donde la filtración, como pensé que podía decirse, no va a dejar ya de esclarecer, con su rayo silencioso, escenas cargadas de una espera que parece sin esperanza. En Sunday, de 1926, otro incunable de la nueva escritura, podemos creernos en la calle con este hombre sentado al borde de la acera en la actitud clásica de la melancolía, pero la reducción de la palabra del mundo, sin embargo, se produce, la abstracción del lugar urbano lo garantiza, esas fachadas estrechas y, además, desiertas donde la luz desciende como en el fondo de un pozo. E incluso en escenas que abarcan cielo, árboles, un poco del azul del mar, la filtración es igualmente fuerte, a causa del excesivo sol, por ejemplo, o de las sombras del crepúsculo que transforman las cosas en personajes del drama; así, en Seven A.M., de 1948, o Road and Trees, hacia el final. Un arte nuevo hizo su aparición, en Hopper, y no es dudoso que vuelva a poner en tela de juicio las esperanzas y, se hubiera dicho, las victorias simbolizadas en Squam Light. Como si un recurso, deudor del aire libre del impresionismo, hubiese comenzado, hacia 1921, a enmudecer. «He necesitado diez años para recuperarme de Europa», señaló Hopper, recordemos. IV ¿Qué es lo que caracteriza a esas obras que, de 1921 a Chair Car, en 1965, van a balizar en lo sucesivo el destino de Hopper? Para empezar, la presencia del ser humano, que estaba ausente en los paisajes —pero ¿podemos hablar realmente de presencia? Esos hombres y esas mujeres de pie, sentados, que diríamos inmóviles y que miran a lo lejos o E. HOPPER. CHAIR CAR (1965) ICOL, PRIVADA! a ninguna parte, no son en todo caso personas identificables, con nombres propios, y que podrían haber vivido fuera de la obra. Moderando sus poderes de observación del natural, como ya sacrificó muchas de sus facultades de colorista, Hop-per elimina de sus dibujos preparatorios, de los que conocemos gran número, lo que lo vincularía a la persona que posa, reduciéndola a caracteres muy generales que apenas determinarán la vestimenta, el contexto, y esto hace de sus personajes figuras que parecen encerradas en sí mismas, a prueba de nuestros deseos de penetrar en su silencio. En ello radica sin duda la causa del interés que Hopper siempre tuvo por Degas, quien también chocaba con lo que de secreto, de absolutamente otro que nosotros, tiene la persona que miramos, pero precisamente ahí está la diferencia entre ambos, pues Degas no renuncia a interrogar a su modelo sino después de haberlo estudiado en todos sus aspectos accesibles, origen de admirables retratos, y no confiesa la incomunicación, la soledad, no dice, tristemente, la tristeza de los solitarios, más que mostrando, de igual modo, que un ser, muy real, está ahí, tras su apariencia; prueba de ello es la manera en que recorta sus escenas. Dejar fuera del cuadro una parte del cuerpo, y aun de la cabeza, es expresar, en efecto, que el modelo ha surgido de un mundo que es el suyo, y al que va a volver, trascendiendo a las explicaciones que parecen ofrecer los pintores que lo quieren todo sobre la tela, abarcado de la cabeza a los pies en la red de sus signos. Degas respeta e incluso proclama el ser de la persona particular, con el que es profundamente solidario. Nada parecido en Hopper. Ya fuese por timidez puritana a identificar un ser con su presencia carnal, en cualquier caso renunció, pasados los primeros tanteos, al arte del retrato, salvo en raras evocaciones de Jo, su mujer, que no dejó de posar para él, pero en los más diversos papeles, y ese Autoportrait en que, con el sombrero en la cabeza, como si acabara de verse en el espejo del vestíbulo, arroja sobre sí mismo una mirada vagamente comprensiva, divertida, molesta, sobre todo escéptica. No es un ser en su soledad el que lo retiene; es la idea de la soledad. Si divisa en la calle, o a través de una ventana Uuminada, alguna figura que llama su atención, no se le ocurre acercarse, no utilizará a su único modelo para hacerla avanzar hacia él; dibuja, por el contrario, para preservar la distancia —encuadrando la escena, además, como el extraño que él es puede verla, no como esos seres la viven. La red de signos mediante la cual el pintor clásico explica la acción que representa, sin perjuicio que haga de ello su cosa propia, ese relato que Degas quiso romper, no es en ningún caso abandonado en los cuadros de Hopper, quien sin duda sacó incluso la amarga experiencia de su propia reclusión; se nos ofrece, simplemente, sin los códigos que sugerían el valor tratando de hacernos creer que éstos permitirían descifrarla. Y es, pues, completamente inútil preguntarse quiénes son esos seres que escenifica, o lo que les sucede y va a ser de ellos —más bien revivir con él la impresión de que nadie puede comprender a nadie, y ver que retuvo esta situación y no aquella porque creyó reconocer en ella, vividos por uno u otro de sus protagonistas, el aislamiento, el abandono que siente, y también, por otro lado, una aspiración, un brusco sobrecogimiento del alma que, sin lugar a dudas, a menudo a él mismo angustian. Ejemplar de lo que él atisba en los confines del alma y del silencio del mundo, esta joven de A Room in New York, de 1932, que, cerca de su marido que se haUa enfrascado en la lectura de su periódico, ha puesto o va a poner un dedo, sólo un dedo, en el teclado del piano para escuchar las vibraciones de la nota, hermosa metáfora de un gran posible, el que a su vida le falta. Pero con frecuencia también la esperanza se une a la extrañeza y a la tristeza, como en la joven de Second Story Sunlight, de 1960, que se sustrae de la quietud de una mañana famüiar por no sabemos qué ruido, o ausencia de ruido, bajo el balcón donde toma el sol. En realidad, todas esas telas de la segunda manera de Hopper —la que rompió con el cielo, el color, el instante de presencia en el mundo, y prosigue lentamente, en el taller, su examen de la vida— se focalizan en un estremecimiento de uno de los personajes, extraño de pronto a su tierra, a sus intereses habituales, o bien en el letargo en que el estremecimiento podría producirse. No están construidas sino para ese punto que las traspasa, a tal extremo transgrede los signos sin indicar nada acerca de los suyos propios; a veces contienen indicaciones simbólicas —como ese dedo que descansa en el piano—, pero para hacer recaer nuestra lectura sobre la percepción de ese punto de fuga de la red de los sentidos ordinarios. Por este motivo dan esa impresión de sUencio; hemos retrocedido bruscamente, ante la vida y ante nosotros mismos, percibimos todo, un instante, como a través de un espeso cristal. En suma, no se vea en eUo sociología, americana, o psicología, vagamente freudiana, ni sobre todo los sueños de un mirón: ya no hay intimidad que violar cuando se espía a un ser en el mismo terreno en que se distancia de sí mismo; y si Hopper observa sobre todo a mujeres, en este análisis de lo fugitivo, de lo casi inconsciente, de lo in-formulable, se debe a que la mujer está menos convencida que el hombre, en la sociedad que éste ve edificarse, menos dispuesta a preferir el curso de la Bolsa que los armónicos de un sonido o el espectáculo del cielo que cambia. De donde se deduce, y es lo que me parece esencial, que esta pintura de situaciones de existencia, vividas en sociedad y la mayor parte de las veces en la ciudad, y encontradas por el artista en lo más difícil de sí mismo, y al término de largas meditaciones en sus inviernos de Nueva York — esta pintura cosa mentale, donde las haya—, no es en fin de cuentas tan diferente, en su preocupación y por sus valores, de Squam Light y otros primeros paisajes, al decir como ellos el primado de un absoluto del instante, de una unidad de la vida, sobre las conductas que los fragmentan, excepto si pensamos, ahora, que este absoluto es inaccesible, y no despierta más que en momentos de angustia o de difuso sueño, cuando Squam Light iba a su encuentro. La obra de Hopper es siempre una experiencia del ser. A Room in New York no es, en profundidad, sino el duelo de lo que Squam Light era la esperanza. ¿Y hay que pensar que ese duelo ha asfixiado a la esperanza? Es un hecho: en los años 20 y 30 se hicieron cada vez más raras en Hopper las obras pintadas fuera o al regreso de jornadas en las carreteras o en las riberas. Y desde ese momento se multiplican, por el contrario, las escenas de acción suspendida, vistas del exterior de su sentido, que creo que podríamos denominar storyscapes, en oposición a las land-scapes, pero en afinidad con las cityscapes contemporáneas, Early Sunday Moming por ejemplo. En estas últimas evocaciones, que lo son de la arquitectura de las ciudades, Hopper E. HOPPER, STUDY FOR MEW YORK UOVIE- (1939) IWHITNEY MUSEUM] se identifica, una vez más, con el estar-ahí de los edificios, con lo que parece la espera en la luz —pienso en Skyline, Near Washington Square, de 1925, por ejemplo—, pero sólo ya a partir de entonces para reconocer el desamparo universal. Y en ocasiones pone de relieve letreros, que emplea además fragmentariamente en alguna de las storyscapes, porque esas palabras azarosas nada prometen que no sea indiferente o irrisorio. Pero hubo, sin embargo, en 1929, The Lighthouse at Two Lights, una de sus obras maestras, y admirables óleos en 1930 —South Truro Church, Cora Hills, Hills South Truro, y algunos más—, después de lo cual Sun on Prospect Street, en 1934, o Vermont Sugar House, en 1938, o incluso California Hills, en 1957, prueban el interés profundo que Hopper mantuvo por el trabajo al aire libre. Y hay que señalar, sobre todo, que las escenas mismas de su teatro, esos cuadros que parecen encomendados a la simple constatación de lo imposible, poseen una estructura, en la economía de la acción, que vuelve a abrir la dimensión de esperanza que podríamos creer olvidada. Esta estructura es la relación que une la escena propiamente dicha y lo que queda, en sus límites, del mundo, es decir, el sol de los días de verano, la luz. Esta, no lo olvido, desempeña a menudo su papel en el interior de la escena misma; es, así pues, uno de los significantes. En Summerti-me, de 1943, una joven espera, toda acicalada, no sabemos a quién o para qué en la puerta de una casa; y su sombra sobre los contados escalones del umbral es tan maciza e intensa, Uama con tanta fuerza la atención —como también la de la columna de la derecha— que participa en la idea de la obra; la vemos casi moverse; es el tiempo ciego de los astros que se afirma en oposición al de los proyectos humanos para mostrar su precariedad, su futilidad quizá y al mismo tiempo el cuerpo que percibimos bajo el fino vestido ya no es más que otro aspecto de la materia cósmica, un afloramiento claro de la noche del mundo, ya no despierta el deseo sino un sentimiento de solidaridad, de compasión, dentro del sinsentido de todo. Pero esta joven de Summertime es también un ser que se torna hacia la luz, que incluso podría haberse dejado distraer un instante, en su espera y en sus pensamientos, por algiin cambio en el cielo al que señalaría esa rágafa de viento que levantó las cortinas de la ventana abierta. Y cuántos otros Hopper se desarrollan así en umbrales o delante de ventanales por los que entra la luz como uno de los significantes, sí, pero que trasciende a los otros, lo que despierta en contrapartida, dentro de la red de los estereotipos sociales, un espíritu que responde a ese absoluto, el mismo por otra parte que ha comprendido el sinsentido de su condición presente, y hasta qué punto está solo. En realidad, la luz es así un signo de más, una llamada, en casi todos esos cuadros, por esa razón, sin duda, metafísicos, desde la costurera de 1921, o Room in Brooklyn, de 1932, hasta el último periodo, el de High Noon, 1949, de Cape Cod Moming, 1950, o de A Woman in the Sun, en 1961. Y lo que hay que resaltar es que al principio el protagonista parece indiferente al rayo que llega del cielo, para luego establecerse la relación, y ya va a hacerse esencial, o al menos en algunas grandes obras. En medio de su reflexión sobre el abandono, sobre la conciencia que podemos tener, Hopper sitúa el resplandor solar como lo que habla a esa inquietud después de haberla suscitado quizá; y, quién sabe, le devuelve algo de esperanza. Sí. se trata de Annonciations sin teología ni promesa, pero no sin un resto de esperanza; y por esa realidad de la obra tiene mucho sentido para el propio Hopper, a mi ver, en su relación consigo mismo, pues la nostalgia de sus personajes no puede ser sino la suya también y lo muestra incluso buscando siempre, heliotropo, restablecer, como en Squam Light, una relación con la luz que sea de presencia a presencia. Creo que la pintura más pesimista de Hopper, aquella que más piensa que ninguna transmutación podrá jamás producirse, nunca se reduce, aun así, a un simple empleo de la luz, que fijaría los elementos del drama en un esmalte de colores cálidos y fríos. Es, siempre, su testimonio; es la afirmación de que un principio permanece, que trasciende razones y sentimientos ordinarios, y eso hace que ciertos cuadros, como Pennsylvania Coal Town, desde 1947, o Chair Car, de 1965, una de las últimas pinturas, sean más vidriera que esmalte, donde el acontecimiento humano, por recluido que aparezca en su insuficiencia original, está en reaUdad atravesado por fuegos. El pintor de Chair Car, dicho de otro modo, no ha olvidado que le gustaba ir, con su sombrero de fieltro calado hasta los ojos, al encuentro de la luz del mundo. La mirada que en otro tiempo arrojaba al espejo del vestíbulo, aún no lo ha desengañado de la esperanza que entonces ponía en la acuarela, no sin sonreír de manera difusa cuando encontraba así, como de improviso, esos ojos tan obstinados a mucho más que a la simple constatación de las cosas. Y la razón de ser de sus cuadros de silencio y de soledad, desde Girl at Sewíng Machine, es menos la de enumerar las diversas formas sociales de un desamparo esencial que la de una búsqueda más allá y quizá incluso de un descubrimiento. VI Moming Sun, de 1952, es sin duda ejemplar de su última pintura. Una mujer está sentada en su cama, en una habitación visiblemente pequeña —una verdadera celda de religiosa—, y frente a su ventana, grande ésta, en la medida en que se encuentra abierta en su totalidad al sol naciente. Es una mujer que ha envejecido, sentimos que su relación con la edad forma parte de la sorpresa un poco triste que turba sus ojos y aprieta sus labios, pues el alma no comprende que dependa del cuerpo —y recordamos también, cuando se está famUiarizado con el pintor, que la realidad del cuerpo ha sido siempre su problema: materia que la luz del cielo, del mar, del viento, no penetra; enigma, abismo de un inconsciente en donde el color no desciende sino en resplandores rojos y en sombra. Ese cuerpo camal y mortal es lo que permanece en el centro del pensamiento de Hopper, incluso cuando no parece pintar más que miradas, gestos en suspenso, silencios, sueños, porque hemos visto cómo sus dibujos preparatorios borran del modelo los signos que harían de él una persona particular, y reducirse de ese modo, al menos por un momento, a una especie de estrato de presencia y de vida puramente físicas, evidencia sexual en donde cuajan furtivamente las aspiraciones eróticas. En realidad, mediante ese paso del cuerpo por la idea el drama que la obra expone alcanza un máximo de tensión, en un ser cuya relación con el otro vacua siempre entre el deseo ordinario y los sueños de angeUsmo. Se conservan dibujos de esa naturaleza para Moming Sun, y uno de ellos nos revela que la disposición del cuerpo se hizo bajo el efecto de una obsesión, la de la luz. Este estudio, en el que se reconoce de nuevo a Jo, la mujer de Edward, está rodeado, en efecto, de indicaciones manuscritas —hay dos docenas— que se enlazan con pequeños trazos o flechas a las diversas partes del cuerpo, y precisan, cada una de ellas, la relación de esa carne, de esos miembros, con el resplandor del cielo matinal. Las anotaciones van de «light against uiall sha-dow » para un brazo, a «reflected light» para la parte posterior de éste, o «dark against wall» para la nuca, o «cool reflections from sheet» para la parte superior del muslo desnudo. Matices, medios tonos, contrastes, son todos ellos percibidos, consignados. Y no queda olvidada la sombra más oscura que arroja el cuerpo sobre el lecho. ¿Qué significa esto? La fascinación por la incesante metamorfosis de la luz en valor, del valor en color, pero —y esto es lo esencial— también de esos puntos en que la luz se despliega, al contacto del cuerpo, y parece hacer presión sobre él, y querer penetrarlo, y para ello rodearlo, se diría casi obrar con astucia, pero sin lograr, pese a todo, vencer la resistencia. Este cuerpo a medio vestir con una tela clara está erosionado por el sol, no transfigurado. Parece, por lo demás, a causa de esas manos que se cruzan sobre las rodillas, negársele tanto como ofrecerse. Donde la vida animal se dejaría iluminar por la vía de sus gestos simples hasta los entresijos de su vacío, ave que chapotea en la fuente, cordero que salta en la hierba, el cuerpo humano, por alguna razón, ¿es acaso reclusión, ensimismamiento de lo oscuro? Cierto, Hopper se detuvo así en el estudio de la luz sobre su modelo para constatar, a la vez, la plena inmanencia y la trascendencia. No es esta envoltura lo que va a reconciliarlo consigo mismo en una plenitud de instante vivido. Más bien la ve desierta y árida como la superficie de un astro muerto. Pero puestos sobre aviso por este dibujo, que es, de este modo, como el análisis espectral de nuestra presencia en el mundo, podemos también constatar que un trabajo de igual sutileza ha tenido lugar en el cuadro esta vez, para la pared de la habitación, salvo que se trate de una experiencia muy distinta, que es de exaltación, en esta ocasión, cuando no incluso de liberación. Ya el dibujo del que hablé colocaba a la mujer en una zona neutra que la sombra que ella arroja hace clara, lo que da la impresión de playa en la luz y disminuye la importancia de las notaciones de valores, resultando el matiz poca cosa para quien recuerda un mar que brilla, charcos de sal sobre la arena. Y sin duda con el cuadro hay que renunciar a ese sueño, pero para encontrar en él una indicación que prosigue, en mi opinión, ese efecto de descentramiento y reanuda la promesa. Sobre la pared detrás de la cama se desplegó el vasto rectángulo claro del sol que entra con entera libertad. Nada estorba su luz, pues la pared está desnuda, como parece estarlo toda la habitación. Y nada nos impide pensar, es lo que atrae de esta obra, que Hopper quiso ese despojamiento para hacerle todo el sitio, como en la monja o el monje, a un advenimiento que sigue siendo para él el verdadero objeto de atención, sea cual sea la fascinación que experimenta por el ser enigmático del cuerpo. Es el momento de señalar, por otra parte, que el despojamiento de las paredes, la ausencia de muebles y de objetos, es una de las características de los interiores de Hopper que se marcan cada vez con mayor fuerza en los años de postguerra; y que eso no es, aun así, una indicación sobre los sucesos que se están produciendo —¿qué necesidad ^^ habría de que la oficina de Conference at Night, 1949, o el compartimento, en Chair Car, estén sin calendarios o carteles?—, sino la decisión pseudo-narrativa que permite plasmar en una tela vastas superficies de claridad desierta. Se diría que la realidad misma se borra en este abismo, al menos la realidad de existencia, que no subsiste más que por los signos que proyecta en torno a ella. Y es precisamente lo que tiene lugar, me parece, o al menos lo que comienza. En las escenas mismas donde Hop-per no hace sino constatar, pensaríamos, la inhabilidad de los seres para hablarse, para vencer la soledad, o tan sólo decir la emoción que despierta en ellos la luz, está presente, en efecto, y ha emprendido ya el trabajo por el cual, mirando cómo se mueve el sol, en una pared, dejando que extienda, al infinito, sus capas silenciosas entre las cosas, podemos perdernos, en ese silencio, hacernos el vacío que muestran, y deshacernos así de las contradicciones que padecemos. Si el ser humano sigue cerrado herméticamente en sí mismo, cuando existe según la carne y el mundo, ¿acaso no puede el espíritu seguir avanzando? Y un pintor, un pintor del color, un pintor de la intensidad que se enardece entre luz y materia, ¿no es más apto que cualquier otro para entregarse a esta búsqueda? En Room hy the Sea, de 1951, ya Hopper había pintado una pared desnuda, cerca de una puerta que se abre por completo encima de una ribera próxima, pese a que no deja ver más que un mar muy azul y el cielo. ¿Estamos simplemente en un vestíbulo al que daría la habitación que vislumbramos por otra puerta, con su canapé, su cómoda? Pero se trata de mobiliario de un hotel, para estancias que no dejan huellas. Y más tarde también sobre esa vía, en 1963, al final de su vida, Sun in an Empty Room acoge la misma gran claridad en lo que es esta vez innegablemente una habitación pero completamente desamueblada, como si el servicio de mudanzas acabara de llevarse los objetos que habían hecho posible la existencia. No lo dudemos: Hopper quiso transgredir la realidad de este mundo en el acto mismo mediante el cual le dio forma. Al comprender que no podrá establecer con el ser, con lo absoluto, una relación positiva, es decir, mediatizada por objetos, sentimientos, acciones —y la presencia de los otros seres—, eUge la vía negativa, que hace el vacío en la conciencia para que la paz entre y se instaure. «I am after ME», dijo Hopper de Sun in an Empty Room. Se trata de él, naturalmente, en esta habitación donde el sol gira; es de una maduración espiritual de lo que se preocupa en la filigrana de escenas en que la observación de los seres, reflejos a menudo de sí mismo, no es más que la rememoración necesaria que le sirve de punto de partida. Y, en resumen, podemos decir que esta pintura a todas luces metafísica es también, y sobre todo, una experiencia mística, y lo habrá sido, en sus años últimos, de manera intensa, podemos pensar casi en estado puro. Pues, es verdad, el último cuadro, The Two Comedians, representa a Hopper y a su mujer Jo como dos actores de la commedia deU'arte que se despiden del público, lo que parece una mirada atrás del pintor, y no sin dolor, a toda su vida, bajo un signo frustrado de destino personal. Pero diríamos que tanto el teatro como la escena están vacíos, diríamos que la luz que üumina al hombre y a la mujer es la de un día a lo lejos, que se levanta —y Hopper acaba de pintar Chair Car, donde la inmovilidad del sol a través de los cristales contradice la vana rapidez del tren que avanza, no sabemos hacia dónde, en silencio. De hecho, el verdadero testamento del pintor es, para mí. E. HOPPER, SUN INAN EMPTY ROOM (1963) [COL, PRIVADA] el extraordinario Road and Trees de 1962. Del olro lado de la carretera, que huye de izquierda a derecha, símbolo de este tiempo que parece existir para nada desde el nacimiento hasta la muerte, un sotobosque tan oscuro que parece impenetrable pero en cuya linde, en el flanco y en la copa de dos árboles, se enrojece el oro de un sol naciente. «There is a sort of elation about sunUght», dijo Hopper. Esta exaltación, esta felicidad ante un tejado o una copa de árbol iluminado habrá sido su riqueza, su pensamiento constante, su testimonio, desde que descubrió, en París, hasta qué punto el color podía llenarse de luz. VII Y eso es lo que permite, después de todo, apreciar mejor su lugar en la pintura contemporánea y, por ejemplo, comprender mejor un aspecto, que es singular, de su estancia en Europa. Algunos se han extrañado a veces de que este joven en París, en 1908, no se interesara por los acontecimientos sorprendentes de la vanguardia, que no ignoraba sin embcirgo, pues conocía las actividades de Gertrude Stein. Pero ¿qué necesidad tenía de las primicias del cubismo y de un arte que comenzaba a identificarse con el gesto del creador, es decir, con la producción de los signos, sin preocuparse por ningún referente, cuando su propia preocupación se orientaba, al contrario, hacia el referente: esos tejados a lo lejos, iluminados, esos árboles, ese mundo en la luz que ningún sistema de signos en el pasado de la religión o del arte había podido expresar sin una profunda elaboración espiritual previa? Más bien sentir, instintivamente, que la aprehensión que permiten ciertas obras, por ejemplo impresionistas o fauves, es tan precaria como magnífica, y debe ser, en consecuencia, recomenzada indefinidamente, en una sociedad que, por lo demás, no va a ofrecer por mucho más tiempo ya esos jardines atravesados por aguas brillantes, en Giverny, o esas vidas pueblerinas aún en sus tres cuartos paganas. Vale la pena señalar que el pintor europeo de este siglo que presenta más afinidades con Hopper, VaUotton, venía como él de una de las tierras de la Reforma, en este caso el país de Vaud calvinista; y que la obra de 1908 o 1909 más próxima de sus paisajes de entonces, la Nube roja, de Mon-drian, es también el producto de una tradición calvinista, que incita a dudar del ser sensible, a causa de un Dios demasiado cercano, ya se le sienta vivo o muerto... Las aportaciones grandes o menores del impresionismo poseen una calidad de evidencia, una felicidad vital que parecen dadas, sobre todo bajo cierto cielo, pero no es menos necesario comprender la provocación que fueron, para algunos, en este Occidente conformado desde tantos siglos por una religión muy ambivalente respecto de las cosas terrestres. Lo que a algunos espíritus les es dado, otros tienen que conseguirlo, verificarlo, convencerse, y de ahí una pintura que desde el principio va a ser metafísica, en el momento mismo en que se consagra a la experiencia sensible, pero por eso también se revelará con mayor capacidad para sentir el valor, la calidad de milagro, de una presencia conquistada, y más ansiosa de preservar ésta, aunque sea limitándola a algunos de los bienes más simples. Hopper comprendió en París que esta crítica de los «realismos», esa preocupación por la sustancia de los signos, seguía siendo en el umbral de este siglo la tarea esencial de la pintura. Puede que algún día se le reconozca, cuando los nuevos tiempos hayan desbrozado su camino en los estragos del nuestro. Y mi otra observación es la de que con esa misma preocupación Hopper encontró artistas que, en épocas más conscientes, vivieron mejor que nosotros la relación del signo y de la presencia, para ellos una presencia divina, y sobre todo en Holanda. ¿Resulta desmesurado, y anacrónico, relacionar a Hopper con Vermeer de Delft? Una misma impresión, sin embargo, de relato interrumpido en Vermeer: ese geógrafo acaba de percibir algo, que nosotros no vemos, esta joven de recibir una carta, de la que nada sabremos, e igual disipación, en seguida, de nuestra curiosidad ante esos fiígaces enigmas en los dos pintores. Pero en el «maestro de antaño» —como habría dicho Fromentin—, es porque una realidad de más evidente riqueza que todo acontecimiento de vida cotidiano penetra los signos del relato, distiende las mallas, evapora el sentido. Todo está pintado por Vermeer de manera tan precisa, tan plena, tan en continuidad con las otras cosas o los otros seres —es su propio encaje, recordemos el cuadro del Louvre, que Hopper debió contemplar muchas veces—, tan apacible, en una palabra que tiene profundidad, que esa suspensión del gesto y del sentido VERMEER, LA ENCAJERA MONDRIAN, LA NUBE ROJA humano se resuelve en Dios mismo, cuando Hopper, des- el que la forma respira. Pero más vale el pintor del desam-pués de algunas épocas de confianza, sólo podrá encontrar paro y, asimismo, de la nostalgia que el orgullo del signo a algo absoluto en la pura luz, la que enmudece más allá de ser sólo él mismo en una tierra que se disloca. A las cosas, afrontando su propia existencia como un cuerpo extraño, que habrá que borrar para hacerle sitio.... Sí, puede parecer casi absurdo comparar al creyente con el ateo, al que sabe con el que busca. Pero presencia y ausencia son un mismo y único misterio, por el cual el color florece, en [TRADUCCIÓN DE F. ARNOLD] VES BONNEFOY, poeta y ensayista francés, nacido en 1923, es autor de Hécits en revé (1987) y de Debut et fin de la neige (1991). Dirige la cátedra de Poética del Collége de Francia. |
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