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Centro de la U.N.E.D. de Las Palmas
VOL. I Núm. 1 Junio 1980
CENTROR EGIONADLE LA U.N.E.D.
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Las Palmas de Gran Canaria
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COLABORACIONES
PRESENTACION
Cuando la muerte, en su último asalto, vino a hacer presa en
nuestro querida y llorada don Agustín, lo sorprendió teniendo, si no
en sus manos, sí a la vista y en su mesa de trabajo, el borrador de
la traducción al castellano de la Bibliotheca Nova, de Nicolás Anto-nio,
que la Fundación Universitaria Española le había encargado.
Si a alguna empresa literaria o científica puede convenirle aque-llo
de ser, por el esfuerzo que supone, obra de juventud es, sin duda,
a la traducción dicha. Pero cuando Millares irabaja afanvsamente en
ella, estaba ya en sus ochenta y siete años entrados.
Semejante antinomia, la de que un trabajo de juventud estuviera
siendo llevado a efecto, con singular brío, por un casi nonagenario,
me trae al recuerdo unas palabras de Pedro Sáinz Rodríguez durante
la cena homenaje que, a iniciativa de Carlos Romero de Lecea, le
ofrecimos a Millares en Lhardy, con ocasión, creo, del curso sobre Pa-leografía
Española que había dictado en el Archivo Histórico Nacio-nal
el año 1971.
Ponderaba don Pedro, con una admiración de la que todos parti-cipábamos,
cómo nunca había visto en nuestro homenajeado resisten-cia
ni reservas de ningún género cada vez que se le brindaba iin prn-yecto
de trabajo, por arduo y dificultoso que fuese; al contrario, lo
aceptaba siempre con entusiasmo y a los pocos días, si no a las pocas
horas, mando !os p!sneador~s srnd&zn zún d i v ~ g m drc~b re e! rnrLnV
yecto, Millares ya tenía puestas manos a la obra; sin dejar, natural-
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de antes y que siempre eran más de una. Personalmente he podido
comprobar el fenómeno en muchas ocasiones. Así, cuando proyecta-
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la empresa con tal prontitud y dccisión quc, entretenido yo en otros
quehaceres urgentes, me fue imposible emparejarme con él en el tra-
1.:-
U ~ J U ~, G I UI I ~b i q u i ~ ~bde gui~lec i uiid p ~ u ú ~ idiisti~zii icia.
He querido traer aquí el recuerdo y la evocación dc esa virtud tan
heroica como desusada que fue la laboriosidad entusiasta e incansa-bie
del admirado maestro, para poner con eiia portico adecuado a esta
empresa que, en honor suyo, han puesto ya en vigorosa marcha un
grupo de discípulos y colaboradores, con el título de «Boletín Millares
Carlo» y bajo los auspicios del recién fundado «Centro de Estudios»
del mismo nombre. No hace aún seis meses que cerró sus ojos el ti-tular
y ya está en la calle, como quien dice, el primer número de ese
Boletín que se honra con sus dos sobrenombres. Los organizadores y
responsables del mismo están demostrando ser dignos imitadores de la
diligencia, efectividad y entusiasmos de aquel a cuya memoria quie-ren
rendir, con la presente publicación, un homenaje permanente.
Al conjunto de interesantes y jugosos artículos que llenan dicho
número, quiero añadir algunos datos de carácter anecdótico que
contribuyan a ir perfilando la extraordinaria personalidad no sólo
científica sino también humana del gran amigo, a quien no le iría
bien una semblanza fría, sin calor ni alma, sólo a base de números
o de resúmenes o de asépticos comentarios.
No olvidemos -y empiezo ya con el primer dato- que nos encon-tramos
no ante un sabio simplemente, sino ante un sabio huinanista.
inmerso absolutamente en el mar de las Humanidades. Su vocación
por las letras humanas fue desde el primer momento tan decidida
como inquebrantable. De familia de juristas teóricos y prgcticos, él
mismo me contaba cómo, al decidir su carrera, hubo de escuchar el
consejo insistente de su padre en el sentido de que, si quería asegu-rarse,
además de una brillante ejecutoria sapiencial, un porvenir des-ahogado,
optara por los estudios de Derecho, siinultaneándolos en
todo caso con los de Filosofía y Letras. Mas todo fue en vano. Ni
siquiera por cumplir con el consejo paterno ni por seguir la corriente,
a la sazón muy en moda, de hacer ambas carreras a un tiempo, cayó
en la trampa de perder energías en algo que no le atraía especialmen-te
y a lo que nunca se habría dedicado.
Por contrapartida, se volcó en las letras y entró en su campo con
un afán insaciable de saber. Aquella carta y aquella visita para Me-néndez
Pelayo que traía, al llegar a Madrid desde Las Palmas, de
parte de su abuelo Agustín Millares Torres, fue como un presagio de
que en la Universidad española entraba un nuevo y futuro polígrafo.
Así, no tuvo bastante con una especialidad sola; durante la carrera
descolló ya en varias. Por eso, al terminarla, se consideraba en dispo-sición
de opositar a cátedras de Latín, que fue su primer proyecto, o
de Bibliología, que fue el segundo, o de Paleografía y Diplomática,
que fue el último. Adolfo Bonilla y San Martín, Director General a la
sazón de Enseñanza Universitaria y mentor práctico de aquel plantel
de jóvenes aventajados que sobresalían en la Facultad de Letras ma-drileña,
le aconscjó sc dccidicra por la última, pucs cstaba próximo
a jubilarse el Conde de las Navas, único catedrático entonces de la
asignatura y, llegado el trance de la oposición, nadie podría oponér-sele
cori prubabilidades de 6xilu. Tan verdad era esto que, habiéndo-se
dotado inesperadamente otra cátedra de Paleografía en Granada y
convocándose a oposición con candidato ya prefijado, no pudo éste
ni ningún otro resistir al empuje arrollador del joven canario.
Los años de Granada coincidieron con su noviazgo en Madrid,
cuya circunstancia por fuerza había de manifestarse en una discreta
pugna entre Millares paleógrafo y Millares enamorado. La lucha se
resolvió a base de tren y a fuerza de viajes Granada-Madrid y Madrid-
Granada. El mismo viajero me los ha recordado en alguna ocasión
con añoranza y humor, pues hasta no faltó la nota ingeniosa de
alguien -no recuerdo quién exactamente- que, parodiando lo del
telégrafo, hablara de la paleografía sin hilos, a vista del constante ir
y venir del enamorado paleógrafo.
Pero, en serio, muy en serio y al margen de toda broma, recalca-remos
lo que es bien notorio, a saber: que en Granada y en Madrid
y en Francia y en Méjico y en Maracaibo y en Las Palmas si de algo
pecó nuestro biografiado, fue siempre de exceso en el trabajo. Fue
pccado de su juventud, de su edad madura, y no decimos de su aiicia-nidad,
porque, salvo en años, ésta no contó para él nunca. Ni los
avatares de la guerra, ni las desgracias familiares, incluida la muerte
temprana de su esposa, ni los problemas del exilio, ni sus frecuentes
viajes, bastaron para menguar un punto su entrega al cultivo de las
Humanidades, que fue total y dio continuos frutos, así en la investi-gación
como en la docencia. Alguna vez, en nuestras conversaciones
le preguntaba yo: Agustín, ¿recuerda Vd. un solo día en que no haya
trabajado algo en temas de sus especialidades? Y me respondía son-riendo:
pues puede que no, que no recuerde ninguno.
Y ya que de docencia hablamos, bueno será recordar que sus alum-nos
notables, por lo que después han sido, forman legión en España
y en América, y que su cariño al profesor Millares es en ellos una
constantc quc ha resistido cl paso dc dccenas dc años. El provccho dc
sus clases para quien de verdad quería aprender y formarse estaba
garantizado por aquel sistema suyo, de anunciar el primer día de
curso que quien no tuviera inicr6s por la asignaiura podía irse y rio
volver hasta la hora de recoger el aprobado, pues se lo daría gus-toso
a trueque de no mermarle el tiempo y las atenciones que quería
volcar sobre los verdaderamente interesados.
Los alumnos eran, además, particulares amigos suyos y seguían
siéndolo de por vida; que en el terreno de la amistad es donde más
alto rayaron sus extraordinarias dotes humanas. Un amigo de los últi-mos
tiempos, al que yo le había presentado, quedó desde el primer
instante tan prendido del encanto de su persona, de lo sabroso de su
conversación, de la benevolencia de su trato que, al recordarlo con
ocasión de su muerte, preguntaba: ¿vio alguien nunca al Dr. Millares
descompiiesto ni enfadado?
Y, puesto que va de amigos, ¿cómo no dedicar un instante a sus
amigos eclesiásticos, que fueron tantos y tan entrañables? El fenóme-no
resulta más curioso y atractivo cuanto mcnos clericales crnn las
aficiones de D. Agustín así en lo político como en lo religioso. Conocí
y supo mucho de algunos de ellos. El primero de todos, Monseñor
Pascua1 Galindu, a quien nunca agradecer6 bastante el haberme lle-vado
de su mano a amistar e intimar con quien era ya viejo amigo
suyo. Timoteo Rojo Horcajo, canónigo archivero de la catedral de
Madrid, cuya muerte durante los primeros meses de la guerra tanto
apenó a D. Agustín, que había hecho lo indecible por salvarlo. Vicente
Blanco García, auxiliar suyo de Latín medieval, que tan ligado y
agradecido le estaba, pues cabe decir que le debía todo, desde la vida
en Madrid el año 36, hasta la cátedra, por vía indirecta y desde Méjico,
en 1942; conozco bien los entresijos de aquella oposición, que ya es
historia, y puedo asegurarlo.
Quiero terminar paladeando lo que constituyó en su vida el mayor
encanto de Agustín Millares: la simplicidad franciscana, el espíritu
ingenuo, la espontaneidad de niño, que afloraban de continuo en su
conversación y en sus cartas, como en la que me escribió a raíz de
haberle prometido luna hiwna recenricin en Hispafiia Iicra de si'!
Album de Paleografía Hispano-Americana. Se retrasó és'ta por razo-nes
accidentales y sin importancia; pero al poco me lo recordaba
diciendo: ya se tarda esa recensión, querido D. Tomás, pues estoy
impaciente por leer sus observaciones y, por qué no decirlo, sus ala-banzas;
soy un poco vanidoso y cupio laudari, lo confieso, como si
de üii iiifiü se ti-atai-a. Lo akb6 eiitü~ices, auiiquc suiu lucra, aparie
el extraordinario mérito de la obra recensionada, por su candor y gra-
cia en pedirlo; lo alabo ahora y lo alabaré siempre con sumo agrado.
Para dar perennidad a mi alabanza, me atreveré a formularla con
palabras y frases del propio Nicolás Antonio, tratando de imitar tor-pemente
lo que el sevillano con su lenguaje lapidario hubiera escrito,
de tener que incluir a Millares en su gran repertorio bibliográfico,
junto a otros eruditísimos varones, como Antonio Agustín, Ambrosio
de Morales, Jeríinimo Ziirita, con los cuales el nuestro iría muy dig-namente
emparejado:
Augustinus A4illarcs Carlo, canariensis, oppido Palmaruin ex docta
ac prudenti familia natus, eruditione vir prestantissimus, paleographi-cae
ac diplomaticae scientiae magister eximius bibliographica scientia
expertissimus, latirza lirtgua vulde lloruil, inier yrofexwres Universitu-tum
Americae Hispanae summa cuin laude prefuif; virtutibus huma-nis
excellens, simplicitate, amicitia, benevolentia claruit; meritis et
unnis plenus, laboribus scientificis semper inmersus, vivendi exitum
in ipsa Palmarurn civitate fecit.